Las cavas no son más que “heridas” inflingidas a la madre tierra, en terrenos otrora fértiles y cultivables, que no sólo pierden su valor económico sino que muchas veces terminan como vertederos para camiones atmosféricos, líquidos industriales, o residuos sólidos de todo tipo.

La existencia de extensas cavas en nuestro partido, deriva de la extracción de grandes volúmenes de suelo para ser usado en obras viales, pero para entender la necesidad de llegar “tan profundo” para obtener ese suelo, debemos detenernos en su composición.

Por debajo de la acumulación de sedimentos correspondientes a la Formación Luján, se encuentra otra iniciada en el Pleistoceno Medio –casi un millón de años atrás– denominada como Pampeano y subdividida en Ensenadense (basal) y Bonaerense (cuspidal).

Al material que se extrae de las cavas o canteras se lo llama “tosca”, pero en realidad la calificación correcta por su composición sería “suelo calcáreo”. De los nombrados, es el Ensenadense el que presenta las mejores condiciones para ser usado en la consolidación de caminos y cabeceras de puentes. El espesor de esta capa sedimentaria varía entre 35 y 40 metros, es de tonalidad de entre castaño claro a oscuro y está compuesta de limos, con algo de arena fina y arcillas, con carbonato de calcio como ligante.

La explotación de una cantera deja una depresión que puede alcanzar los  12 a 15 metros, pero en Mercedes, las que sirvieron para trazar la ruta 41 y la autopista, no pasan de 7 metros de profundidad.

Era de esperar –tal como lo marca la ley– que finalizada la labor se procediera a la restauración de cada una de las áreas afectadas, cubriéndolas con la capa de tierra negra que debe ser reservada para tal fin. Esto no ocurrió en ninguno de los casos.

Con respecto a las cavas ubicadas junto a la Ruta Nacional Nº 5 –muy cerca de la estación de peaje y conectadas con el arroyo Balta– gracias a las gestiones del Museo Carlos Ameghino fueron declaradas Reserva Natural y Paleontológica, lo que las librará de un seguro futuro como basural y las conservará como lugar de estudio y esparcimiento. Pero el resto de las cavas no corrió con la misma suerte.

En febrero de 2004, como integrante de una Agrupación de Actividades Subacuáticas, solicité a la Dirección de Turismo que gestionara el traspaso al ámbito municipal de una de las canteras anegadas, situadas a pocos metros de Ruta Provincial 42 (expediente 453/4).

La idea era hacernos cargo luego de desmalezar y forestar su perímetro y utilizarla –por la profundidad y claridad que presentan sus aguas– para realizar inmersiones de práctica por parte de deportistas locales, del Cuerpo de Bomberos Voluntarios y de estudiantes pertenecientes a escuelas de buceo de Capital Federal. Lamentablemente la idea no prosperó, pero de todas formas los buceos realizados en ese cava nos mostraron –como no lo hubiera hecho el mejor libro de biología– toda la fuerza y sabiduría de la naturaleza abocada a remediar el ataque del hombre. Completamente aislada –sin contacto con ríos o arroyos– y después de abandonada e inundada,  la cava se convirtió en un verdadero laboratorio subacuático que permitió observar la lenta pero segura colonización de un nuevo hábitat.

Como por arte de magia, el lecho de tosca y lodo comenzó al poco tiempo a colorearse mostrando la aparición de plantas unicelulares, que se hicieron visibles al agruparse en colonias. Seguramente también ya se habían afianzado las bacterias –seres microscópicos que descomponen la materia orgánica muerta y aseguran la conservación del medio– pues el agua se mantenía bastante clara. Luego surgieron las algas, materia orgánica que en el futuro sería primordial en la alimentación de los peces. Poco tardaron en aparecer espesas “nubes” de copépodos, crustáceos acuáticos que componen el zooplancton dulceacuícola, de mucha importancia al ser uno de los primeros eslabones en la cadena alimentaría para las especies que no consumen algas directamente. Y no faltaron los insectos, que con su gran capacidad de vuelo en estado adulto, logran colonizar espejos de agua muy distantes entre sí. La mayoría, sólo pasa la primera fase de sus vidas dentro del agua y al llegar a adultos se alejan volando. Es así como las larvas de mosquitos, algunas moscas, libélulas y frigáneas, se convierten en el almuerzo de otros depredadores de mayor tamaño. Casi un año después, observamos algunas ranas descansando en el fondo, así que no nos extrañó que más tarde apareciera la cava rebozando de pequeños renacuajos. Cómo llegaron los caracoles, es un misterio, pero calculamos que quizá aves como los patos, biguás, garzas y gaviotas –que visitaban el lugar desde un primer momento– trasportaron los huevos en sus patas.

Pasaron los años y cada nueva inmersión nos deparaba más sorpresas. El día que notamos la presencia de los primeros ejemplares de una especie muy pequeña de peces, supimos que la naturaleza lo había logrado: había convertido un inmenso y antiestético “agujero” dejado en la tierra por el irresponsable accionar del hombre, en un verdadero oasis de vida, un claro ejemplo de su poder y sabiduría… un lugar que sin dudas, merece también ser conservado.
                 
Javier Moleres
S.O.S HÁBITAT
JavMoleres@hotmail.com