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25/03/10 Muchas veces me he preguntado desde qué perspectiva, nosotros jóvenes de los ’90, pudimos haber entrevisto el bravo batallar de la generación casi inmediatamente anterior a la nuestra, esa que desde hace tiempo comenzó a llamarse “la generación de los 70” y que ya se ha convertido en una entidad de raíces mitológicas. Cuando hablo de perspectiva en realidad estoy hablando de punto de contacto, de encuentro con aquella realidad que si bien cercana en el tiempo estaba tapada y silenciada por buena parte de la sociedad argentina. Deben haber sido los primeros libros de índole testimonial aparecidos durantes los últimos años de los ochenta y en el inicio de la década posterior, esos que leímos, debo confesarlo como si nos estuviéramos iniciando en el conocimiento de una gran saga de la aventura donde los héroes eran un puñado de jóvenes mal pertrechados que se debatían a sangre y fuego contra el terrible, injusto e implacable monstruo del sistema capitalista. Esa primera toma de conocimiento del asunto azarosamente se fue conjugando con el encuentro de ciertos representantes directos de aquellos héroes de nuestra saga preferida, sus hijos. Sí, la amistad que comenzamos a tener con los muchachos y muchachas nos terminó de involucrar de lleno en la historia. Nosotros, los que yo llamo “jóvenes de los noventa”, la generación casi inmediatamente posterior a la que se debatió a sangre y fuego contra la estructura más cerrada y artera de la injusticia, crecimos en el marco mundial del final de la Guerra Fría y de la caída del muro de Berlín, en el momento en que para muchos se terminó la historia y presentó su fecha de defunción la ideología. En el plano nacional nos fue dado ver los coletazos finales de la dictadura y del inicio de la incipiente democracia. En ese seno endeble nos fuimos forjando en el pensamiento político, un pensamiento y una actitud que no era otra cosa que el acompañamiento pasivo de una ilusión casi autista de creer que con la democracia solucionaríamos todos los conflictos que venía acarreando desde sus orígenes nuestro país. Creímos creer en la corrección democrática y en su incontrastable magia de que los representantes elegidos por la mayoría comenzarían a imponer la justicia que tanto auguraban. Nada de eso sucedió, por el contrario, el avance de los gobiernos democráticos no hizo otra cosa que avalar los proyectos más despiadados que se han concebido en el corazón del imperio para desde el poder de sus estructuras económicas llevar a cabo su dominio. Mientras las cosas se sucedían a una velocidad inusitada, mientras en los despachos de la Casa Rosada comenzaban a vender el país al mejor postor y a trazar los lineamientos salvajes del nuevo avance liberal, nosotros, refugiados en bares y cantinas, nos poníamos en manos de un extraño compromiso con la perdición, en alas de una nueva faceta del hedonismo o de una ficticia experimentación nos alejamos de las verdaderas luchas para ensombrecernos en una embriaguez de dandis metafísicos, aletargados en todo lo concerniente a una profunda participación política. No arrojamos ninguna piedra contra el gobierno del Turco, ese que tantas pero tantas andanadas de rocas hubiese merecido, no pusimos manos a la obra en ningún proyecto que revistiera real seriedad en intentar frenar la obra maquiavélica de ese gobierno desalmado, no nos aunamos más que en cierta volátil amargura que nos hizo de a poco maestros en el arte de una triste ironía; no tuvimos como gesto representativo más que una tibia solidaridad tribal en el guetto de la esquina. Comenzamos a sentirnos perdidos, realmente perdidos, extraviados, sin sentido alguno en esta tierra podríamos haber estado perdidos para siempre, se los puedo asegurar si no hubiésemos divisado el fantasma de fuego de la vieja militancia montonera haciéndonos guiños desde el pasado, un pasado que ahora nos era dado conocer a través de libros como “La Voluntad” o en el relato oral de los que recién ahora se animaban a contar la maravillosa, arriesgada y comprometida historia de sus vidas. Y allí estaban, guiándonos, creando una comandancia de desvelos secreta y clandestina, como no podía ser de otro modo en nuestras vidas. Mostrándonos sin más, con la justa clarividencia de la razón la cruda realidad a la que estamos sometidos los hombres americanos desde siempre y dándonos una verdadera lección acerca de lo que es posible a partir de la solidaridad y de la entrega. Haciéndonos reaccionar ante la postración y el marasmo posmoderno en que nos encontrábamos paralizados. Comenzamos a pensar con acierto que aquellos muchachos y muchachas caídos durante los 70 eran mucho mejores que nosotros ¿Teníamos la posibilidad de dudarlo? ¿Qué era nuestro delirio rebelde al lado de sus lúcidos ataques al centro del pecho del monstruo del capitalismo? ¿Qué era nuestro deambular sin destino por la ciudad comparado con sus estudiados, con sus racionales movimientos de estrategas en pos de la liberación de un mundo? ¿Qué era nuestra sangre corriendo a raudales de nuestras narices con su sangre vertida en una escaramuza urbana mientras conformaban un valiente comando que respondía en socorro y reivindicación de los sometidos y humillados? ¿Qué era nuestra pobre vida comparada con una existencia plena marcada por el valor exultante del compromiso con la ideología? De ese tipo de comparaciones fue que decantamos que la vida humana no se valora por la mera cantidad de años vividos sino por la intensidad con que se viven esos años. En ese caso, pensamos, los muchachos de los 70 nos triplicarían en experiencia, ya sea cuando hablamos de la vida política o de la vida amorosa o de lo que sea que nos sea dado comparar. Pero aún había tiempo, aún estábamos respirando en este mundo y la sombra luminosa de nuestros hermanos combativos nos tenía muchas cosas que enseñar. Procedimos a dinamitar en nuestro interior la cimentación del individualismo burgués, ese catecismo del liberalismo actual de querer desmembrarnos como comunidad desde el vamos para transformarnos en entes aislados nacidos para el consumo y la inercia existencial. Comenzamos a ir detrás de esa sombra luminosa, comenzamos a marchar con sus hijos pidiendo lo único que podíamos pedir en ese momento: juicio y castigo para los miembros del Estado desaparecedor. Así nos comprometimos en señalar sus casas y decirle a la sociedad ‘estos son los que amparados en la oligarquía argentina, en los poderes económicos y en el imperialismo yanqui dieron una cobarde muerte a la generación más brillante del siglo’. En ese pequeño y humilde accionar fuimos descubriendo con más proximidad el fuego de su mística, el valor incalculable de su apasionada defensa de los desposeídos, y la dimensión heroica de su valentía y su entrega. Claro que todo esto nos sumió en una compleja duda. ¿Cómo continuar su marcha? ¿Cómo retomar el hilo de su entrega? ¿Cómo volver a reunirse y proyectar desde una agrupación política un plan para desbaratar el más consolidado de los sistemas injustos? Sabíamos ya muy bien que la cosa no pasaba por afiliarse a los tibios partidos políticos del momento, esos que con dotes de un progresismo inocuo trataban de cooptar la atención joven. Sabíamos bien que desde siempre la historia es transformada sólo por aquellos que deciden ensuciarse la manos, por aquellos dispuestos al más alto de los sacrificios y por aquellos que, fuera de toda corrección jurídica e institucional, son capaces de entregar sus vidas sin ningún tipo de premios personales, de vivir plenamente para y por los otros. Desde otro punto de vista hay quienes han decidido tratar de apagar estas visiones épicas de la militancia setentista desde el mismo corazón de su experiencia dentro de las organizaciones. Todos sabemos que fue muy duro aceptar la derrota, que de un momento a otro todo se tiñó de un hondo dramatismo que llega hasta nuestros días pero hasta qué punto profundizar la autocrítica y vaciar de contenido la práctica política más radical llevada a cabo en esos años con el fin de intentar detener de una vez por todas la arrogancia brutal y desconsiderada del capitalismo. Que las oligarquías no se suicidan es algo que ya hemos comprobado a ciencia cierta cada vez con más precisión. Que indudablemente fue necesario y es necesario un puñado de hombres conformados en vanguardia y dispuestos a todo es algo que a través de la visión histórica se cae de maduro. Que hay que trascender los cánones estrictos de lo que occidente considera política es una obligación moral de todo aquel que se considere revolucionario. Entonces ¿por qué hablar de los gruesos errores coyunturales, por qué machacar una y otra vez sobre la misma piedra y no edificar hoy y para siempre en el seno de nuestras conciencias el modelo de militancia político forjado en esos años?
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- Actualizado
25.03.10 2:19 PM
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