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11/06/10
Palabras del arzobispo al finalizar el “año sacerdotal”
“Una de las lacras que atenta contra la divinización es la costumbre. Hacemos siempre lo mismo y perdemos la novedad de la vida en Dios”, reflexionó Radrizzani. “La prisa hace que obremos con una gran superficialidad”, opinó.

 

Durante los últimos doce meses, la Iglesia de todo el mundo ha estado rezando y reflexionando sobre el don del Sacerdocio, y las siguientes son las palabras del Arzobispo monseñor Agustín Radrizzani, al final este tiempo tan especial.

Las mismas se dieron a conocer para su difusión desde la Arquidiócesis de Mercedes Luján.

Conclusión año sacerdotal. 10 de junio de 2010
 
Estamos celebrando la conclusión del año sacerdotal. Ha sido una idea providencial del Papa que dio sus frutos en todo el mundo.

Frutos que han permitido reflexionar y amar cada día más este maravilloso don de Dios que es el sacerdocio.

En laicos y consagrados aumentó el deseo de apreciar, acompañar, rezar y amar a los sacerdotes. En los sacerdotes ha crecido la conciencia del don recibido y muchos han sentido renovado este llamado que Dios hizo en nosotros.

El volver al primer amor es ya una gracia de Dios, que por diversos caminos, El nos la regala a lo largo de nuestra vida.

Esta gracia del primer amor es la conciencia de que El, en modo gratuito nos ha elegido para la consagración donde, desde el Antiguo Testamento, percibimos que ésta se trata de un acto por el cual El  nos toma como posesión suya y por una gracia preveniente de Dios, nos dejamos tomar o, como dice Jeremías: nos dejamos seducir por El[1].

Esta consagración da como fruto una auténtica divinización: “Ya no soy yo el que vivo, sino Cristo vive en mi”
 
Es como una metamorfosis o transformación óntica que se da de una vez y para siempre. El quiere vivir en nosotros, pero siempre respeta nuestra libertad.

El año pasado, en la apertura de este año especial, en la parroquia Sagrado Corazón de Vedia hacía referencia, siguiendo el mensaje del Papa, al incremento de la tensión hacia la santidad de los sacerdotes y les agradecía sinceramente todos los esfuerzos y trabajos que realizan por la evangelización de esta porción del pueblo de Dios que es nuestra arquidiócesis. Les dejé en aquella ocasión tres propuestas: oración, formación y promoción vocacional.

Quisiera ahora llamar la atención sobre aquellas cosas o actitudes que se oponen a este camino de identificación con el Maestro.

En nuestro diario vivir hay una infinidad de actitudes que atentan contra esta opción radical y definitiva que hacemos de la persona de Jesucristo.

Una de las lacras que atenta contra la divinización es la costumbre. Hacemos siempre lo mismo y perdemos la novedad de la vida en Dios.  Recibimos a la gente, rezamos misa, confesamos, pero perdemos de vista que lo hacemos “in persona Christi” y dejamos de ver que recibimos al mismo Cristo en todo encuentro y en todo diálogo. A la larga esto nos lleva a ser funcionarios de la religión, daña la vida de nuestras comunidades y nos daña a nosotros mismos. No tenemos más el gozo de vivir por El y con El. La gente sufre esta falta de vida como sufrimos el encuentro con el médico que no siente más su vocación. Ambos nos hemos convertido en funcionarios. Hacemos lo que nuestro rol social nos indica pero hemos perdido el primitivo fervor, como dice el Apocalipsis.

Otro enemigo de la transformación en Cristo es el modo apresurado de actuar, propio de nuestro tiempo. Ese estilo de constante aceleración impide que hagamos cada cosa con solemnidad y respetando la dimensión contemplativa de nuestra vida. Es la prisa la que hace que obremos con una gran superficialidad y dado que una acción sucede a la otra sin haber concluido debidamente la primera, esto mismo impide que ofrezcamos a Dios la acción que concluimos y le encomendemos aquella que iniciamos.

Solo viviendo cada cosa como si  fuera lo único que debemos hacer es lo que permite rezar en el trabajo y tratar a cada persona como la trataría Jesús.

Es la costumbre, la superficialidad y la prisa las que terminan convirtiéndonos en funcionarios de la religión y de lo sagrado.

Superar estas enfermedades exige una gran fatiga. Sin este esfuerzo hasta llegamos a perder la noción de pecado y puede dar lo mismo todo: ser puro o ser impuro, respetar los bienes de la comunidad o pensar que lo de la comunidad podemos considerarlo como un bien propio, ser dóciles a lo que la Iglesia por medio de sus representantes nos pide o negociar para continuar con mi vida independiente y cómoda. Así, la impureza, el robo y el capricho terminó imaginándolos virtud, cuando en realidad son pecado.

Cuando vivimos en esta ambigüedad ¿Qué transmitimos a los que nos rodean? Cuando alguien con deseo de santidad viene a nosotros para pedirnos una orientación, ¿Qué tipo de consejos podemos dar? De la abundancia del corazón habla la boca.

Este es el drama de nuestro tiempo: el divorcio entre fe y vida. Vivimos de una manera y predicamos sobre una fe no experimentada. Por eso, estamos convencidos que la vida coherente de un sacerdote da credibilidad a la Iglesia y la hace crecer, mientras que una vida tibia o indiferente, destruye esta credibilidad.

¿Cómo superar esta dificultad que daña la credibilidad de la Iglesia? El camino superador de esta encrucijada nos lo da la sabiduría de los santos que se espejaron en Jesús y en su Evangelio.

El secreto para llevar una vida nueva, una vida de santidad, es recibir la gracia de lo que Aparecida  da a entender como enamoramiento de Jesucristo[4]. Para lograrlo se requiere la gracia de Dios y la correspondencia nuestra. Estamos seguros que Dios ayuda a sus hijos, a nosotros nos corresponde secundar la gracia ¿Cómo? Empeñándonos en vivir con Él, en cultivar la intimidad con El ofreciéndole cada cosa que hacemos o que proyectamos, tratando de servirlo a Él en cada hermano que encontramos y rectificando la intención por la que trabajamos.

Muchas cosas las hacemos por nosotros mismos, para brillar y tener un lugar en el medio en que vivimos o también, hacemos las cosas por el otro, pero para obtener un beneficio de él. En ambos casos nos buscamos a nosotros mismos. Por eso desde el primer instante del día hasta la noche, lo ofrecemos todo a El que es la razón de ser de nuestra vida de entrega. Esta vida mística nos lleva a evitar cuanto nos aleja de Jesucristo y, si hemos incurrido en alguna falta, nos arrojamos a los brazos de su misericordia y volvemos a caminar en su presencia. Todo lo vemos con perspectiva del reino. Todo, cada cosa, siempre, ha tenido, tiene y tendrá un solo destino: la unión con El.

Esta vida de permanente unión con Dios tiene un punto de partida que es doble: pedimos al Señor la gracia, la deseamos y ponemos los medios para lograrlo. El Señor nos la quiere dar y quiere que así seamos felices, pero nos deja libres para acceder a esta vida nueva.

Es la vida del auténtico discípulo, el que como María de Betania, está a los pies del Maestro. De aquí nace nuestro espíritu misionero. Es tan grande la alegría que gozamos y, a la vez, vemos tantos hermanos desilusionados alrededor nuestro que queremos servirlos, amarlos, ayudarlos, para que sintiéndose amados, encuentren la luz.

Vivir como María y trabajar como Marta. Esta es la síntesis que da sentido a nuestra vida. Entonces Dios se sirve de nosotros para construir su Reino.

En este sentido se desencadena un trabajo vocacional muy fuerte y nacen muchas vocaciones por el contagio que provoca una vida de fidelidad, de felicidad, de coherencia y de plenitud.

Al vernos personas realizadas, los jóvenes: los muchachos y las chicas, se preguntan por el por qué de esa plenitud. Al descubrir detrás de todo al Señor por quien vivimos y por quien quisiéramos morir, entenderán que Dios es capaz de llenar de sentido la vida.

Así seremos misioneros con el solo hecho de estar. Una conversación, una confesión, la visita a un enfermo, una predicación, la celebración de la misa, el escuchar a una persona angustiada, etc…todo tendrá el sabor de lo sobrenatural.

Hermanos muy queridos: el año sacerdotal llega a su fin y cada uno de nosotros hace un balance de su vida. Vida de alegría, vida de entrega, vida de pobreza, vida de pureza, vida de fraternidad cultivada con los demás sacerdotes en los encuentros zonales, en el retiro espiritual, en las jornadas de pastoral. Quiera Dios, por intercesión de la Virgen, que este año sacerdotal nos haga tomar conciencia de nuestra responsabilidad ante el presbiterio y todo el Pueblo de Dios para que el deseo de conversión nos anime a todos a responder al llamado inicial de nuestro camino vocacional de ser sacerdotes según el corazón de Cristo para saciar el hambre y la sed que tiene el mundo de una vida nueva y feliz.

Mons Agustín Radrizzani. Arzobispo de Mercedes Luján

 

 

 

   

 



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