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17/08/10 (Por Gerardo Simonet) Entender el fenómeno parece tarea más difícil que describirlo. Una banda local separada que anuncia su regreso después de siete años, y tres discos sin la menor difusión mediática, que se filtran hacia nuevas generaciones y se propagan como reguero de pólvora, mano a mano y boca a boca hasta instalarse como discos de culto entre una porción importante del público de rock adolescente. Entradas agotadas antes del show, arrasadas en un noventa por ciento por pibes de la franja de los dieciocho años, que cuando Margarita Ni a Palos recorría los escenarios, no pasaban los diez. Calles cortadas, el teatro municipal sin butacas y un vallado frente al escenario para contener a más de setecientas personas agolpadas en torno a un show, con gente afuera penando por una entrada y conformándose con escuchar desde el frío, lo que las puertas del Julio César Gioscio dejen filtrar. Un fenómeno inexplicable para una banda local, una respuesta que el domingo a la noche dejó boquiabiertos hasta a los propios integrantes de la agrupación. Cerca de las 21.30 horas las luces se apagaron y sobre el estallido de la gente abrió el concierto una seguidilla de temas enérgicos que sin dar respiro hilvanó “Infiernos”, con “Payasos”, “Tuvieron que llegar” y “No despiertes a los muertos”, alternando el disco del año 2000 (No despiertes…) y Alegrías y Calvarios (2003). Un comienzo a todo trapo que marcó la impronta del show, a pura potencia, y delimitó el territorio que en adelante ocuparían los viejos seguidores, ya con menos pelo y resistencia que hace una década, ahora cruzados de brazos de la mitad hacia atrás, y en el frente el target indiscutido de la noche, un desenfrenado pogo adolescente coreando cada canción como si hubiese sido bombardeada por años en todas las radios del país. “Bienvenidos los que venían antes y para los que están por primera vez, esto es Margarita”, anunció Gustavo Villalba desde el micrófono para entregar otra dosis de potencia con “Lo que me hace mal” y “Batallas perdidas”, con el público amontonado sobre versos enérgicos del tamaño de “si me vuelo la cabeza es porque debo tener algún motivo para hacer reventar toda esa furia que me invade” o “ya no sé qué más tengo que hacer, se me pasa la vida, parado en las esquinas”. En plan de potencia rockera no faltó nada, exactitud y fuerza desde las baterías del Negro Mandrini, como terreno firme del sombrío slap de Jano Pollero, el arsenal de riffs y solos del exacto guitarrista que es Chori Perruolo, y la voz rasposa, oscura, inconfundible, del carismático Villalba, una combinación increíble para dar vida a canciones urbanas imperecederas, que echan cierta luz al que intenta buscar explicación al suceso. Continuaron “El Gato Pedro”, “El cuervo no come alpiste” y un tema nuevo aparecido en los ensayos de esta nueva etapa, de título tentativo “Está muy cerca (violencia)”, como puerta de entrada hacia algo de sosiego acústico. Con el escenario vestido de luz azul y Perruolo en la armónica (en ese orden vale destacar la hermosa puesta lumínica del show, completa y poco habitual en conciertos locales), se hizo la paz con la bellísima balada de aires folk, “Nos moriremos soñando”, desde los tiempos del vocalista en La Pulpería, seguida por “Salir”, con Mandrini a un costado cambiando batería por djembé, a su término la búsqueda existencial de “Si estos días son” y la poesía pseudotanguera de “Y otra más”. Siguieron “La soga” y “Espíritu”, como prolegómeno del retorno de la electricidad, el humo y el hervidero de pibes rodando y volando por los aires, reinaugurado con Jano ametrallando desde la introducción de “Y ahora de qué me disfrazo”, potenciado en “Un beso de traición”, y detonado como una bomba atómica desde el punteo español electrificado de “Perseguido”. El preámbulo de “Hasta las manos”, desde el relato inolvidable del legendario Roberto Lorusso irrumpió en la sala y un segundo de silencio secundado por un aplauso espontáneo, fue el homenaje a quien fuera uno de los personajes más queridos de la ciudad, todavía vivo en la anterior etapa de la banda. Sobre su espíritu el piso de madera vibró al son de “estamo’ hasta las manos, revirados, vivimos empapando el corazón, estamos todos locos, descontrolados, seguimo’ hasta las manos de la emoción”, para dar lugar a los bises. “Este es el momento en que me apodero del show”, dijo Chori entre agradecimientos, dedicatorias y anuncio de paternidad inminente, antes de entonar la alegre ranchera “Qué tanto joder”, con coros etílicos de los cuatro integrantes del conjunto y de la sala entera. A puro festejo siguió el súper hit “La coplita margareña”, con el semillerista invitado Hernán Taborda y el final a todo trapo con “Las flores que quemé” y el clásico “Meta palo y a la bolsa”, con el ex Teatro Argentino viniéndose abajo. “Muchachos, no tenemos más”, fue la respuesta del vocalista al siempre presente “Una más…”. Promediaban dos horas de show y otra dosis de “Payaso” fue el plato elegido para que haya furia por tres minutos más. No fue un regreso más ni tan sólo un gran concierto. Es un fenómeno social a pequeña escala que dispara más preguntas que respuestas, señal de que la mística margareña está de vuelta, ojalá, para quedarse y salir como esas lunas que aún el cielo no ha visto brillar.
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- Actualizado
17.08.10 2:09 PM
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