La población de los manicomios obedece a una lógica segregacionista, que hace ingresar a unos y deja afuera a otros. Pero es posible intentar un catálogo de los que nunca irán al manicomio.
En bicicleta sin frenos
Los que andan por el mundo en bicicletas sin frenos no son desenfrenados sino todo lo contrario. Como la bicicleta carece de frenos, el conductor o conductora establecen el ritmo con su pedaleo. No desarrollan grandes velocidades porque saben que sería imposible detenerse; circulan con velocidad justa. Al llegar a una esquina, o en caso de emergencia, arrastran el pie derecho contra el suelo; esto también les permite, si es necesario, patear un perro. Son enemigos de las bicicletas fijas: en éstas, la falta de frenos proviene de que el ciclista es una especie de caminante estancado que, como el agua de los pozos, puede llegar a pudrirse. Por lo general, los ciclistas desenfrenados son sujetos que han sabido adaptarse a las vicisitudes de la vida, haciendo con poco mucho. No consideran que andar en bicicleta sea poesía, sino pura prosa; andan sólo por andar. No llevan cadena ni candados: prefieren su bici robada, antes que encadenada.
Los que repiten un mantra
Todos tenemos bastones en la vida. Algunos tienen un hijo y proyectan sobre él sus frustraciones. Otros se compran un balero. Otros van a la cancha. Y otros repiten un mantra. La palabra mantra viene del sánscrito, y contiene la referencia a la mente y a la liberación. El mantra ata a la vez que rescata de los pensamientos que todo el tiempo confunden. Un mantra puede ser una sílaba, una palabra, una frase o un texto largo que, recitado y repetido, va llevando a la persona a un estado de profunda concentración. Tal era el caso de una paciente de la ciudad de Chivilcoy que, intentando influir sobre los dioses para solucionar sus problemas de adicción, repetía un mantra recomendado por su médico de cabecera: “Anita-la-gorda-lagartona-no-traga-la-droga-latina”. Nadie supo bien por qué, pero a los pocos meses ya no tuvo mayores problemas y pudo concurrir a sus clases de salsa sin estímulos artificiales. Los mantras también son usados en grupos de autoayuda porque se supone que repetir frases positivas –“Voy a estar más flaca”, “Hoy mi marido me va a sacar a pasear”, “El energúmeno de mi hijo me va a traer una buena nota”– nos acerca a la concreción de la meta deseada.
Los que tienen una Pelopincho
El viento norte enloquece. Para contrarrestar los efectos nocivos del calor, muchas personas se socorren con elementos artificiales: ventiladores, aires acondicionados, abanicos. Algunos van por más y en su hogar, por pequeño que sea, logran armar una suerte de paraíso terrenal gracias al mayor invento del siglo XX: la pileta Pelopincho. Un terrenito, un gran balcón, una terraza, un patio sirven para instalar la pileta de lona y allí refrescarse las patas y por ende la cabeza. No todos han prestado atención al clima distendido que se vive en un hogar donde reina la Pelopincho. Casi no se discute y, si existe algún tipo de problema, ya se sabe cómo arreglarlo: al agua, pato. La excepción a esta regla son los que usan la pileta Pelopincho para realizar saltos ornamentales.
Los que se creen Napoleón
Jack Lacan, el destripador del psicoanálisis, sostuvo que “loco no es quien se cree Napoleón, sino cuando Napoleón se cree Napoleón”. Esto hizo diferencia con lo que, durante años, venía sosteniendo la tía Rosita en las reuniones de Tupper que organizaba en la casa. Desde que se enteró de esa máxima, empezó a mirar con respeto a los colifatos y con desprecio a los engreídos, los fatuos, los petulantes. Tras conocer la nueva buena, inició otra relación con los chiflados del barrio, que ya no serían expulsados de los espacios sociales sino, por el contrario, invitados con tarjetas de cartón. Ahora miraba con desaire a la peluquera que, porque una vez había peinado a Mirta Legrand, se sentía superior al resto de los mortales.
Los que lavan el auto los domingos
Ya se sabe que, si existe un momento propicio para el suicidio, son los domingos por la tarde. Después de los ravioles, de la siesta y del clásico, no hay nada (nada) para hacer. La nada avanza y produce lo que algunos filósofos llaman angustia existencial. Quienes lavan el auto los domingos saben que no es por limpieza, sino por otra cosa. Uno los ve, gamuza en mano, concentrados, como si estuvieran pintando la Capilla Sixtina. El empeño, el esmero, el escrupuloso cuidado de cada uno de sus movimientos delatan que no se trata de limpiar un mero automóvil. La patrona puede acompañar como cebadora de mates, pero no se permite el ingreso de niños o perros.
* Angel Rutigliano es psicólogo. Estos fragmentos de “Ni loco. Catálogo de los que nunca entrarán a un manicomio”, libro de su autoría recientemente publicado, fueron reproducidos en Página/12.