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30/05/11 El 25 de mayo de 1810 fue el día en que comenzó el triunfo de unas ideas, de un anhelo, de un proyecto que se había iniciado en el Río de la Plata y en toda América bastante tiempo atrás, cuando unos reyes franceses que ocupaban el trono español comenzaron un proceso de centralización del poder en la Metrópoli, sometiendo a sus colonias y a sus habitantes a un sistema aún más opresivo y, por supuesto, provocando un descontento que se expresó en rebeliones de comuneros o en levantamientos de indígenas sometidos a la Mita y a la servidumbre. Ideas, anhelos y proyectos que crecieron con las revoluciones políticas de fines del siglo XVIII, cuando se comprobó que era posible derrotar a la prepotencia del Antiguo Régimen, basado en los privilegios y en la desigualdad. Ideas, anhelos y proyectos que se afirmaron al producirse las Invasiones Inglesas, cuando quedó demostrada la debilidad de la Metrópoli, así como la propia fortaleza de los criollos. Cuando los pobladores de una pequeña ciudad, en un rincón del continente, decidieron unirse, formar milicias, elegir a sus jefes y dar batalla al invasor, derrotando a la potencia naval más importante de aquel momento. Cuando un grupo de vecinos se reunió en Cabildo Abierto y reasumió su soberanía, destituyendo a la autoridad española y eligiendo a quien creían mejor para ejercer el poder político.
No caben dudas de que la Revolución de Mayo fue el comienzo del triunfo de la idea de emancipación, la apertura de un camino que confluyó en la declaración de la independencia seis años después. Cometeríamos un gran error si sólo circunscribimos la Revolución de Mayo a un mero hecho municipal producido en el Cabildo de Buenos Aires. La Revolución de Mayo es mucho más que eso; es el comienzo del triunfo de la emancipación americana lograda catorce años más tarde, con la derrota total y definitiva de los ejércitos realistas en las Guerras de Independencia. Más grande sería nuestro error si nos negásemos a reconocer que el triunfo de la revolución se dio a costa de nuestra unidad. Porque antes del proceso revolucionario formábamos parte de un todo en la diversidad; y luego del mismo, los americanos nos convertimos en una multiplicidad de naciones que no terminaban de consolidarse en Estados, en las que reinaban el militarismo, la violencia política y las guerras civiles. Nuestro error se incrementaría aún más si soslayáramos que la inestabilidad política, sumada a la ingerencia de las grandes potencias de la época, sumieron a estas naciones en una nueva dependencia, en un nuevo modo de coloniaje: el económico, sustentado en la falacia de un libre comercio que sólo es libre para los poderosos, y en el endeudamiento. Antes de terminar la primera mitad del siglo XIX, aquellos hombres que guiaron a los pueblos americanos hacia su emancipación, manifestaban su dolorosa desilusión ante el rumbo que habían tomado estas nuevas naciones del continente. Basta leer los escritos de Bolívar, de Artigas o de nuestro gran libertador San Martín para comprobarlo. Ese rumbo iniciado en mayo de 1810 había degenerado en la formación de oligarquías, que hacia fines del siglo XIX aprovecharon su poder económico para usurparle fraudulentamente al pueblo la soberanía política. Pero ese pueblo, un nuevo pueblo –o el mismo– ya no constituido por un grupo selecto de “gente sana o decente”, sino conformado por nuevos criollos e inmigrantes, recogió el legado de los hombres de mayo y tomó la posta de la historia. El pueblo continuó uniéndose y reuniéndose, para reclamar y conquistar sus derechos políticos primero, sociales luego, humanos más tarde. Se unieron y reunieron, casi siempre en la plaza, para manifestar sus alegrías y sus frustraciones; para apoyar a sus líderes o para echarlos; para enfrentar a opresores y a represores. Y llegó la hora del pueblo todo, de los sectores medios y de los trabajadores; de las mujeres, de las Madres, de los H.I.J.O.S., de los desocupados. Llegó la hora de nuevas ideas, nuevos anhelos, nuevos proyectos. Con nuevas banderas y a la vez con una sola, la que a todos nos cobija y nos hace uno. Los argentinos y los americanos seguimos aún recorriendo nuestro camino, escribiendo y siendo protagonistas de nuestra historia, buscándonos a nosotros mismos. Lo hemos hecho durante los últimos doscientos un años, con logros y fracasos, con avances y retrocesos; dejando en esta búsqueda nuestros héroes y nuestras tumbas. Hace ocho años atrás, en 2003, me tocaba en suerte pronunciar las palabras alusivas en esta misma fecha. Veníamos de la gran frustración de 2001. Ese día, también se iniciaba un proceso que aún continúa. Podríamos habernos preguntado en ese entonces qué pensarían de nosotros los hombres de mayo. La respuesta, estoy seguro, sería muy diferente a la de hoy, 25 de mayo de 2011, luego de tantos y tan importantes logros alcanzados. Basta con ver a miles de jóvenes, y a otros que no lo somos tanto, volver a animarnos a participar, o hacerlo por primera vez; con nuestras ideas, nuestros anhelos y nuestros proyectos; comprometidos con las cosas del país, de nuestra ciudad, con nosotros mismos. Basta con observar la crisis económica mundial y compararla con la realidad argentina. Seguramente, es mucho lo que aún nos queda por hacer juntos, pero no sólo están los problemas por resolver; también está el pueblo y están los líderes, está la inteligencia y está el espíritu; pero por sobre todo, está el legado de aquellos hombres que un día como hoy, un 25 de mayo de 1810, dieron nacimiento a nuestra Patria. Ellos, seguramente, querrían que nosotros los recordemos hoy “por haber hecho camino”.
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Noticiasmercedinas.com - Actualizado 30.05.11 7:14 PM |
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