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21/03/16
Opinión: Reflejos en el espejo, 40 años después
A los pocos días del Golpe de Estado del ´76 cumplía 20 años. En pocas semanas llego a los 60. El aprendizaje de aquellos Años de Plomo no termina. Una generación aniquilada nos compromete con la democracia. Por Oscar Dinova



 

Los fortísimos golpes en la puerta de metal me despertaron sobresaltado muy temprano ese miércoles 24 de Marzo. Era el dueño de la pequeña pensión en la que yo vivía en una barriada perdida de Tolosa. El buen hombre era sordomudo “de grande” a causa de un virus y por lo tanto hablaba a los gritos pues, obviamente, no se escuchaba: ¡¡OS-CAR, OS-CAR!!

¡¡GOL-PE, GOL-PE!! y agregó con redundancia; MI-LI-TARES, MI-LI-TA-RES.

Listo, pensé con premura, ahora sí. Basta de Isabel, ahora llegó el momento.

Recuerdo haber tomado dos mates con el hombre y escribirle un pequeño resumen de los escuetos y casi aburridos comunicados militares que se repetían incesantemente en las radios de la mañana.

En un rato vuelvo –le dije– y salí con la inconsciente curiosidad de ver cómo era un Golpe de Estado desde cerca y visto con los ojos de un militante apasionado.

Había llegado apenas dos años atrás desde Mercedes a estudiar Psicología y hacer una carrera universitaria como cualquier joven que llega del interior a formarse. Pero eran tiempos vertiginosos, de alto compromiso político para una juventud que heredaba una década fascinante como la del ´60 y largos tiempos de proscripción política. Así, comencé a militar en la JUP de Humanidades y en pocos meses decidimos con un gran amigo, insertarnos en el cordón industrial del Gran La Plata para lo cual debíamos aprender un oficio metalúrgico. Nos inscribimos en los cursos nocturnos de tornería de la Industrial de 9 y 47. Dejé la JUP y pasé a la UES (Unión de Estudiantes Secundarios).

Fueron dos años maravillosos, de militancia cotidiana sin fin, el Boleto Estudiantil Secundario, pintadas, denuncias a las 3A de López Rega y proyectos de poder construir en unos años la Patria Socialista que reemplazaría tantas desigualdades e injusticias históricas. Pude disfrutar de la amistad de hermosos compañeros que no medían su entrega y compromiso a cambio de nada material, por supuesto. Todos trabajábamos en lo que podíamos, peones de albañil, pintores, enfermeras, etc.

En pocas semanas la UES fue devastada y la mayor parte de mis amigos y compañeros no estaban más. Lo mismo pasaba en todas las agrupaciones políticas de izquierda, las organizaciones sindicales, parroquias, además de los conocidos, los vecinos, o cualquiera que estuviese en una agenda o en una casa equivocada. Se los llevaban a campos de concentración clandestinos donde el tiempo era lo único que se detenía.

Esa mañana del Golpe, resultó casi anodina. Recuerdo haber tomado un colectivo y atravesar La Plata, todo parecía normal y casi tranquilo. Había un clima raro, como atemporal. Decidí bajar en la Facultad y recién ahí tropas del ejército impedían el ingreso a toda persona. Pero poco más.

¿Y esto es el Golpe? Ni parecido a Chile, pensé torpemente.

Seguimos con nuestras rutinas, cada uno yendo a sus colegios y quehaceres. Si hasta los militantes convocados al servicio militar se presentaron en uno de los gestos más ingenuos y trágicos que pudimos luego corrobar. Extremamos las precauciones pero casi por rutina. No había barricadas en las calles. Sólo vehículos militares circulando. Puedo decir hoy que sentí una especie de frustración. Nos habíamos preparado para batallar contra los militares durante largos meses, nos estorbaba ese gobierno mediocre de Isabel y sus secuaces, pero ahora no veíamos nada parecido a los escenarios previstos. El terror se estaba preparando en silencio.

Pocos meses después (los secuestros en la UES fueron a partir de Julio), los compañeros comenzaron a desaparecer masivamente. No estaban ni detenidos legalmente  ni muertos en enfrentamientos.

Nos llevó un tiempo –y muchas vidas– empezar a entender que el Golpe era clandestino y los soldados formales eran en realidad Grupos de Tareas de oficiales y suboficiales secuestradores-torturadores sin identificación ni marco legal alguno.

En pocas semanas la UES fue devastada y la mayor parte de mis amigos y compañeros no estaban más. Lo mismo pasaba en todas las agrupaciones políticas de izquierda, las organizaciones sindicales, parroquias, además de los conocidos, los vecinos, o cualquiera que estuviese en una agenda o en una casa equivocada.

Se los llevaban a campos de concentración clandestinos donde el tiempo era lo único que se detenía.

Luego la muerte, en la inmensa mayoría de los casos.

Decidimos huir al interior del país, luego al exilio. Éramos un pequeño grupo de sobrevivientes.

Madres sin esposos, hijos sin padres por doquier. Todos huérfanos de amigos.

Habíamos tocado la más oscura de las profundidades como sociedad.

Al llegar a Europa, nos encontramos con una crueldad inesperada, la dirigencia de Montoneros, que en nada había previsto las consecuencias del Golpe y que en definitiva mucho había hecho por provocarlo, convocaba a los exiliados a volver al país a terminar con la Junta militar que, para ellos, estaba en retirada. Fue la última oleada de muerte, -absolutamente evitable- que debimos padecer antes de la llegada de la Democracia en 1983.

Cada uno de nosotros ha intentado reconstruir su vida de la mejor manera posible. En mi caso me dediqué a la educación y a difundir cultura con libros para jóvenes. Fui muy agraciado con la familia que pude formar cuando muchos de mis compañeros no lo lograron jamás.

A los pocos días del Golpe de Estado del ´76 cumplía 20 años. En pocas semanas llego a los 60.

Pero siento que el aprendizaje de aquellos Años de Plomo no termina.

Una generación aniquilada nos compromete con la democracia, con recuperar lo mejor de las instituciones republicanas y resaltar lo mejor que tuvo aquella juventud comprometida con su tiempo; un desinterés absoluto en la riqueza y el confort personal. Que militaba con sus propios recursos y ponía lo mejor de sí –y hasta la propia vida– en beneficio de los demás. Algo que, lamentablemente, se ha desvirtuado y no se ha valorado como la mejor herencia de aquellos tiempos aciagos.

Este dolor que nos acompaña desde entonces nos obliga a una mayor tolerancia política, al respeto irrestricto a la Constitución, a continuar la lucha por la justicia por medios pacíficos y a tener siempre presente que Nunca Más debemos atentar o simplemente menoscabar la solidez democrática con inconductas como la corrupción o la manipulación de la voluntad popular, entre otras.

En el reflejo que me devuelve el espejo están los rostros de tantas queridas personas que me lo recuerdan cada día de mi vida, desde hace ahora, 40 años.

* Oscar Dinova es escritor, exiliado en la época de la dictadura.


 

 

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