“Soy grande, me jubilé de maestra y fui varias veces abuela. Intento jugar con las palabras. Quisiera ser con ellas malabarista. Elegirlas, lanzarlas, volverlas a recoger después de que han hecho su recorrido. Me gusta que se unan, que se busquen, que entren dentro mío y se den el permiso de sacar lo que está tan celosamente guardado”, dice sobre sí misma, autodefiniéndose, María del Carmen Gioscio.
En este domingo especial, de lluviosa contextura, Carmen entrega un nuevo relato.
Sí, esa pieza faltaba
Para entender lo que quiero contar primero hay que conocer la realidad de la relación entre mis padres.
No tengo un solo recuerdo de haber salido con ellos. En realidad de que hubiera habido una salida de ellos juntos. Se naturalizaba la cosa porque papá trabajaba a la mañana en el hospital, a la tarde en el consultorio y después visitaba los domicilios de sus pacientes. Así y todo yo nunca entendí el peso de la tristeza que él cargaba.
Éramos cinco hermanos y mamá estaba atada a su delantal de cocina. Nunca supe por qué tenía que impregnarse toda la casa todo el día de los olores que de allí salían. Eran mermeladas, compotas, escabeches, flanes, tortas, etcétera, etcétera. Es cierto que también atendía las consultas por teléfono y resolvía cómo curar resfríos, toses o dolores de estómago. Por suerte entonces no existía la posibilidad de denuncias por mala praxis.
Papá solía gritar cuando lo llamaban mientras comía, por ejemplo, y mamá ponía paños tibios.
No sé por qué siempre me dispuse a no parecerme a ella, pero contra la genética es batalla perdida.
Papá, cirujano, murió de una operación que debió ser sencilla y como se daba cuenta de su estado dejó las cosas arregladas. A mí, con mis 16 me encomendó cuidar a mamá. A mamá y no a mis hermanitos. Que siempre estuviera bien arreglada, me dijo, como estaba ahora en el sanatorio.
La habilidad en el manejo de ollas y sartenes no garantiza el manejo de un hogar, por demás descabezado.
Llego a tener el propio y por la madre de un amigo que vivió la situación me entero. Mientras estudiaba en Rosario papá tenía una novia en Mercedes. La familia le eligió un marido con hectáreas de buena tierra. Pero parece que se seguían viendo. Dicen en la escuela de campo donde ella trabajaba y que el marido decidió denunciar la situación escribiendo en los cuadernos de los alumnos que ella llevaba a su casa.
Que decidió la pobrecita irse de este mundo y que mi papá, médico de policía, debió certificar el caso.
Como el remanso después del desborde y la correntada quedé tras recibir la información. Se había revuelto todo, se había salido de su cauce pero ahora todo estaba en su lugar: mi papá, el hogar que nos dio y su tristeza. La que a veces comparto sin que la genética tenga en eso parte.
Carmen Gioscio
