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20/11/17
Por Susana Spano Franz Kafka es uno de los escritores más singulares de la literatura universal. Su obra, que expresa las ansiedades y alienaciones del hombre del siglo XX, es doblemente reveladora pues no fue escrita para ser publicada. De allí que su significado se torna más personal e íntimo y, aunque ficcional, en realidad es Kafka quien se encuentra siempre presente en ella. Gracias a su amigo Max Brod, ese tesoro literario no se perdió y hoy podemos seguir internándonos en el universo “kafkiano”, como se ha dado en llamar a ese mundo circular e impreciso en el que Kafka nos sumerge, donde la verdad se sustenta en una lógica sólo aparente. Es conocida la compleja relación que tuvo con su padre y que ésta parece haber formado en él un carácter tímido e inseguro. La presencia del padre atraviesa su producción literaria de distintas formas pero es a través de tres obras reveladoras –dos de ellas extensamente estudiadas por la crítica, leídas por el gran público e, incluso, estudiadas por disciplinas como el psicoanálisis– donde se visibilizan de manera reveladora. A través de su data cronológica es posible observar cómo evoluciona en Kafka esa relación, acompañada por las voces literarias que adopta para llegar hasta él. “La Metamorfosis” (novela, 1915) “Once hijos” (cuento, 1917) “Carta al Padre” (larga epístola que asume la forma de una “nouvelle”, 1919) “Te ruego, padre, que me comprendas bien: todos éstos hubieran sido detalles sin importancia, pero se tornaron deprimentes para mí porque tú, un hombre tan enormemente decisivo en mi vida, no cumplías los preceptos que me dictabas. Por esa razón el mundo quedó para mí dividido en tres partes: una donde vivía yo, el esclavo, bajo leyes inventadas exclusivamente para mí, y a las que, además, no sabía porqué, no podía adaptarme por entero; luego, un segundo mundo, infinitamente distinto del mío, en el que vivías tú, ocupado en gobernar, impartir órdenes y enfadarte por su incumplimiento; y, finalmente, un tercer mundo donde vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obediencia”. (Párrafo de “La Carta al Padre”, de Franz Kafka) “Once Hijos” en el Teatro Talía En un largo monólogo éste transmite en su discurso, un mandato que pretende ser absoluto cuando describe a sus hijos, que no cumplen con las expectativas de una ley universal –la suya– donde no hay lugar para lo que no sea como él piensa. En un alarde de ingenio y creatividad, Ponce presenta a los once hijos, que mudamente ascienden al escenario y se enfrentan con ese padre dominante. Aunque están vestidos igual y realizan movimientos parecidos, cada uno de ellos es diferente y, con el correr de la obra se adueñan de la escena: pequeños tics, complicidades imperceptibles en apariencia, tejen una enmarañada red, cuyo objeto es transgredir esa autoridad asfixiante que paraliza. Mudamente, ganan el espacio para requerir la atención del padre que se muestra ajeno, imbuido en sus propios conceptos e ideas preestablecidas sobre el bien el mal, lo bello y lo feo, lo concreto y lo abstracto. Una y otra vez lo llaman. Desde el silencio, pero él sigue allí, encaramado en su sitio de poder que, por momentos, alcanza cimas insospechadas. Federico Ponce, a través de un trabajo corporal sorprendente logra que los hijos transformen en movimiento la palabra, en una clara referencia a la “Carta al Padre”, a la que el director deja entrever en la puesta. La obra presentada en el Teatro Talía el 4 de noviembre pasado evidencia un concepto novedoso para el abordaje de un texto literario. Por momentos parece dejarlo atrás, para centrar la atención en los cuerpos y las miradas, que expresan todo lo que podrían decir. Pablo Caramelo tradujo la obra y dio vida al complejo personaje del padre, en una notable actuación en la que demostró, además, su excelente plasticidad corporal. Una mención especial merece la actuación de los actores que dieron vida a los hijos -Camilo Balestra, Daniel Barbarito, Damián Minervini, Francisco Oliveto, Juan Trillini, Manuel Aime, Marcos Paterlini, Matías Tagliani, Patricio Bertoli, Rodrigo Martínez Frau, y Rodrigo Pedroa- por la ductilidad con que expresaron los diversos matices que marcó la coreografía y el trabajo corporal de Verónica Litvak y la expresividad gestual de sus movimientos. La música de Gustavo Lucero, originalmente creada para la obra, fue sugerente y creó un ambiente especial, al igual que la iluminación de Lucas Orchessi que otorgó el clima adecuado para la puesta. El vestuario estuvo a cargo de Belén Palotta. La estupenda versión y puesta en escena que Federico Ponce ideó para estos “Once Hijos”, es una versión imperdible del mundo “kafkiano”, en la que los límites son imprecisos y la opresión manifiesta.
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