No es lo mismo pasar, transcurrir, que dejar huella. Como dice Eladia Blázquez, «Honrar la vida». Y honrar la vida implica dejar huellas.
Dejar huellas como aquel fraile, que en 1520 en la expedición de Magallanes rezó por primera vez misa en la República Argentina.
Pero dejar huella también en lo más cercano, en nuestra vida, con nuestros dichos, con nuestros hechos, con nuestros acontecimientos. Dejar huella en nuestra familia, dejar huella entre los afectos, por nuestros modos de ser, por nuestros modos de decir, por nuestros modos de actuar, dejar huella.
Dejar huella como deja huella desde siempre y desde hace ya 37 años, la decisión de una persona tal vez en copas y como un último manotazo de ahogado para defender lo indefendible, que era la dictadura, mandar a la guerra a jóvenes de nuestra patria. Pero así y todo Malvinas es una huella, Malvinas deja una marca. Nos marca y deja una huella en nosotros.
Ya somos otra cosa después de Malvinas.
Podemos decir que en nuestra historia reciente hay un antes y un después de Malvinas. Hay un antes y un después de nuestro posicionarnos frente a la problemática incluso internacional de la soberanía, del ser nacional y de la famosa «hermanita perdida», que no es sólo la hermana perdida sino que es encontrada y siempre nuestra, porque fueron, son y serán argentinas, y son un compromiso a partir de la diplomacia de recuperarlas.
Dejar huella es haber dejado en las islas no sólo la sangre sino también los huesos.
Y también nuestros héroes que caminan entre nosotros, muchas veces desconocidos, son la marca, son la huella, de que una parte de nosotros está allá y la tierra malvinense está en nosotros.
Porque somos lo mismo, la tierra llama, la tierra reclama. Dejar huella allá en las Islas y las Islas acá, porque somos lo mismo. Dejar huellas. Marcar para toda la vida. Porque fueron, son y serán tierra argentina.
La virgen de Luján te bendiga.