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La plaza de los malabaristas

Tres pelotas en el aire. La mirada atenta y las manos, mecánicas, hacen la rutina. Ahora intenta con una cuarta pelota, pero rápidamente se le cae una y rueda hasta la mitad de la calle 29, donde el semáforo acaba de abrir. “Puede fallar, dijo Tusam”, y algunas manos se asoman por la ventanilla dejando caer un par de monedas. “Que tengan todos un muy buen fin de semana”, dice al terminar su número de ochenta segundos.

Manuel vuelve a intentarlo. “Buen día”, dice antes de lanzar las bolas. Va a decir “buen día” cada dos minutos, va a decir “buen día” ciento ochenta veces si le suponemos una jornada de seis horas. Me pregunto cuántos de esos “buenos días” recibirán una respuesta. Quedan diez segundos en el semáforo y esta vez termina su número lanzando una bola bien alto y tomándola con una mano en la espalda. “Más o menos”, ironiza.

En la vereda, sentada sobre un tronquito de la plaza de la 29 y 40, su compañera lo mira con admiración mientras abraza las mantas que cubren a su beba. Son las diez y media de la mañana del sábado 7 de septiembre y el cielo está cubierto. Hace más frío de lo que habían pronosticado.

–Venimos viajando hace rato. Anduvimos por todos lados, Bahía Blanca, Puerto Madryn.

–¿Y se levanta algo?

–Mientras no se levante viento, está todo bien. Vinimos con otras expectativas, pero la cosa esta medio planchada.

–Vamos de ciudad en ciudad –agrega Vanina, su compañera–. A veces dormimos en las iglesias donde nos separan: mujeres por un lado y hombres por el otro. Y a veces, cuando nos alcanza, nos vamos a un hostel. Él también toca la guitarra –dice con entusiasmo.

–Ella canta. ¡Tenés que ver cómo canta! –Vanina sonríe–. Pero la guitarra me la robaron y tuve que rebuscármela. Entonces se me ocurrió ir a una verdulería y pedir tres naranjas y empezar a hacer malabares. Al final del día fui a pagar las naranjas y así empecé.

Alejandro, Ciro, el Indio y Maxi se van turnando. Cada uno demuestra lo suyo y el resto, mientras tanto, descansa. Están transpirados porque hoy, miércoles, el sol está fuerte. Sin embargo, el Indio –un muchacho alto y delgado, de cara angosta, piel blanca y rulos– que ahora hace volar cuatro clavas, tiene puesto un buzo naranja.

–Nosotros nos dedicamos a esto –dice Alejandro–. Yo hace ocho años que empecé a estudiar circo y trato de perfeccionarme cada día. Antes hacía artes marciales pero dejé y empecé con los malabares para trabajar con el cuerpo y canalizar la agresividad y la violencia que tenía. Yo daba clases en un club, hacía trabajo social, pero este gobierno lo cerró y bueno, ahora toca hacer faros –dice, algo resignado.

Alejandro se acomoda el sombrero negro y se rasca la poca barba que se dejó crecer en el mentón. Busca entre las mochilas el pañuelo rojo que le servirá para el próximo truco de magia. El Indio, que vuelve de la calle, se refresca con una botella de agua y se suma a la charla.

–Nosotros al faro lo usamos como un ensayo también de cosas que vamos aprendiendo. Yo estoy aprendiendo de él –dice el Indio señalando a Ciro.

Ciro agacha su cabeza y las rastas le caen por la frente como una cortina. Se concentra en la cinta adhesiva con la que intenta arreglar un soporte que después usará para hacer girar una pelota. Maxi, entre tanto, me convida con un mate.

–Nosotros tenemos eventos preparados, hacemos talleres –me cuenta Ciro–. Anduvimos de mochila por todos lados y ahora estamos más radicados acá. Yo, por ejemplo, hago un taller para la Municipalidad, pero bueno, a los malabaristas siempre nos mandan a los peores barrios, donde nadie quiere entrar.

“El circo nos ha salvado”, dice Alejandro. Habla por todos, en plural, y todos asienten con la cabeza. Se hace un silencio, no creo necesario preguntar de qué los ha salvado. Ellos no se explayan porque saben que no es necesario. Y no es necesario.

Manuel vuelve al semáforo después de haber dejado algunas monedas en una bolsita que Vanina sostiene con la mano. Vuelve, pero antes, le da un beso a la beba. Ahora sí, vuelve renovado. En medio de su destreza le habla a los conductores que van frenando. “Voten bien”, dice. Después culpa al sol –que brilla por su ausencia– cuando una de las bolas rueda por la calle. Se ríe de su propia ocurrencia.

–¿Cuánto se levanta más o menos en un día promedio?

–Hoy está medio feo. Si estoy todo el día puedo llegar a hacer ochocientos mangos. Los días lindos, cuando está soleado, la gente sale con otro ánimo y te deja más plata.

–¿Y la gente cómo te trata? ¿Varía de acuerdo a la situación del país?

–Hay gente buena onda y otra que no. Yo a veces tiro chistes, me gusta. Algunos se cagan de risa y a otros les molesta los chistes de política. Pero a mí no me interesa la política, yo trabajo para mí. A veces me dicen “agarrá una pala” y yo a la pala ya la agarré, porque yo sé hacer de todo y me cansé de agarrar una pala. Tengo un amigo que también laburó toda la vida y que hace malabares desde que tiene doce años. Una vez el chabón estaba haciendo malabares conmigo y un loco le gritó desde un auto “agarrá la pala”, y justo había gente trabajando en esa esquina y una pala apoyada en un poste, y mi amigo le dijo “¿vos querés que agarre una pala?” y se subió al monociclo y se puso la pala parada en la frente y empezó a hacer malabares con la pala ahí. “Tomá, ahí agarre una pala”. Los amigos que iban con el pibe en el auto le empezaron a decir que ahora tenía que pagarle y el chabón tuvo que darle cien pesos.

–¿Y te gusta esto?

–A nosotros nos gusta, nos divierte, pero yo igual sigo buscando laburo. Me compro herramientas, cosas de carpintería. Mi mujer sabe coser y ahora se compró una buena máquina y tenemos ganas de empezar a hacer ropa, su propia marca, ¿viste? Pero no sé qué pasa, la cosa está medio trabada. Una vez alguien me dijo que nos habían hecho un trabajo. Yo no creo en esas cosas, pero qué se yo, uno escucha.

–¿Y la música?

–Yo quiero juntar una moneda para poder comprarme otra viola, pero también estamos pensando en el cochecito de la nena.

–¿Con la guitarra te iba mejor?

–Con la guitarra es otra cosa, la gente te da más plata porque tenés el instrumento y encima vos vieras cómo canta ella –y ella, sentada bajo un cartel donde el intendente sonríe, atenta a que su hija no se atragante con una vainilla, esta vez no escucha–. Tocábamos en un bondi o en el subte mismo. Se trabaja menos, menos desgaste físico. Con las bolas tenés que estar al aire libre y el tiempo te complica. Una vez no tenía para la garrafa y salí abajo de la lluvia con una remerita. La gente me gritaba “¡qué hacés, estás loco!” y yo les decía, “es pa’ la garrafa, papi!” y así la gente me iba dando el mango y estuve media hora nomás, y bastó para comprarme la garrafa. A mí no me gusta pedir, a mí me gusta ganarme mi mango.

Es el turno de Ciro. “¿Le hacés vos?”, lo invita el Indio. Ciro se para sobre una silla, flexiona la pierna derecha y la introduce en un aro que hará girar todo el tiempo. Con la mano izquierda hace girar una pelota como un basquetbolista y con el soporte que sostiene con la boca, otra. Deja la mano derecha para hacer malabares con tres clavas.

Alejandro cuenta que lo más extraño que le pasó en un semáforo, varias veces, fue que le ofrecieran plata por sexo, tanto varones como mujeres. El Indio recuerda que una anciana lo vio pasándose las clavas por la boca y le dijo “cómo me gustaría estar ahí arriba”.

–¿Hay conflicto con copar el lugar?

–Los conflictivos son los limpiavidrios. Problemas entre nosotros no tenemos. Por ahí viene alguien nuevo y se pone a escabiar o a fumarse un faso. Ojo, yo hace diez años capaz que lo hacía, pero ahora ya no, ahora vivo de esto y lo tomo más profesional. Entonces cuando pasa eso tratamos de hablar para que no pase.

Ciro se sienta después de juntar un buen botín y agrega:

–Acá ya somos aceptados, la policía nos conoce. Entonces tratamos de cuidar el lugar, cuidar la placita que de hecho la arreglamos nosotros, ¿ves? –abre su brazo y señala cada uno de sus aportes–. La pintamos, le pusimos esos cestos… La gente a esta plaza la llama ‘la plaza de los malabaristas’. Nosotros venimos con nuestras familias y también vienen nenes que traen a los padres para vernos.

La placita de la 29 y 40 se ha transformado en una platea, parece. Una señora se acerca y les ofrece galletitas. Un nene detiene la calesita porque las clavas en el aire le llaman más la atención. Mientras, en la heladería de la otra esquina, una familia sentada en la mesa de afuera prolonga el helado y disfruta del espectáculo.

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