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De cuando había más clubes y menos bancos – Parte 1

Entre los asientos del banco Galicia un chico de diez años juega al básquet con una pelota invisible. Lleva puesta una remera de San Antonio Spurs con el 20 en la espalda y el nombre de Ginóbili. Ensaya la técnica de tiro y permanece estático, con los brazos en alto, como si estuviera esperando el destino del lanzamiento imaginario.

La madre espera su turno en las mesas de créditos y, cada tanto, le pide que se quede quieto.

¿Sabrá, el nene, que detrás del banco hay un gimnasio donde, treinta años atrás, se practicaba básquet? ¿Sabrá que en el lugar de la pared donde él imagina el aro, había cuadros con los equipos de todas las categorías de Ateneo?

Ese nene de hoy, fui yo con otro fondo. Ese nene, que seguramente juega al básquet en otro club de Mercedes, soy yo a fines de los ochenta, antes de que me arrebaten el club, mi segunda casa. Ese nene que practica movimientos en cámara lenta, soy yo aprendiendo la técnica que me enseñaba Tito. Ese nene me impulsa al encuentro del otro nene, el que fui, el mismo que quiso saber –durante tantos años– qué pasó aquel día que fue a práctica y se encontró con la puerta cerrada para siempre, y el que necesita, ahora, hablar con el profe de entonces, Tito Borsalino.

— Empecemos por el principio, Tito. ¿Cómo se origina el básquet en Ateneo?
— El básquet de Ateneo nace en una canchita que, creo que todavía está, en la casa del niño. Si entras vas a ver un patio grande con una pileta chiquita a un costado y ahí había una cancha que se la prestaban a Polo Chávez para enseñar basquet. Polo no era profesor, era maestro. Hasta que, yo me voy en el año 72 a Dolores, y se hace la gran modificación por el viejo Losada. Un hombre muy visionario, muy católico, muy bien visto por la Curia. Un tipo muy sano que tenía la mercería en la 25 y 22, justo en la esquina. Él fue el motor de la liga de padres y familia .En el 72, 73, se debe haber hecho el gimnasio. Un día Feliciano Losada me mandó a llamar y me dijo, “ud me tiene que hacer un favor, dóneme dos metros de techo”. entonces vos comprabas dos chapas y así lo fue haciendo.

— Había varios deportes que se practicaban en ese gimnasio, ¿no?
— Había de todo. Voley, basquet, clases de gimnasia… hasta boxeo.

— Tengo el recuerdo que había fútbol, también.
— Sí. Hubo fútbol y era una barbaridad hacerlos jugar a los chicos ahí. Los partidos se convertían en quién le pegaba más fuerte. No había juego porque el espacio era muy reducido. Jugaban 6 con el arquero y eran pibes chicos. Y los pibes chicos no dominan el fundamento: la parada de pelota, el cabeceo, la gambeta… entonces, en un lugar reducido, porque esa cancha era más chica que las otras, debe ser la cancha de basquet mas chica de Mercedes, creo que esa es –habla en tiempo presente– 24 x 12, creo. La medida mínima de basquet. El tema es que era un boom de gente y el negocio era de los cantineros y a ellos les importaba un pito. Entonces en general el que jugaba bien no se lucía. Y hubo boxeo también. Había un boxeador bueno acá… ¿cómo se llamaba? –hace memoria, intenta recordar– ¡Rojas! peleaba bien el muchacho. Tuvo una vida muy linda el Ateneo…

Es un día cualquiera del año 91. Tengo cerca de diez años y voy apurado atravesando la plaza San Martín. Es un lunes, o un miércoles, o un viernes y son las 18 hs. Es el horario de práctica de la categoría mini de básquet del club Ateneo. Mientras camino con pantaloncitos cortos y una remera deportiva voy pensando que es la última práctica antes del partido decisivo contra Quilmes. Teníamos el campeonato en un puño. Otra vez daríamos la vuelta olímpica. Siempre, la práctica anterior a un partido, tiene una adrenalina extra. Todo lo que ensaye, no tendrá vuelta atrás.

Cruzo la 29 en diagonal rumbo al Colegio de Abogados –el tránsito, en esta época, me permite hacerlo– y veo, lo que hoy pienso, el principio del fin. En la vereda hay chicos, compañeros míos, algunos padres mirando hacia todos lados, como esperando una explicación de alguien que todavía no llegó, y Tito Borsalino, mi entrenador, rascándose la barba.

Cada vez que Tito se rasca la barba es porque hay un problema sin solución, pienso. Lo hace, también, en los partidos que eran derrotas seguras, o cuando no logra que algún alumno internalice los conceptos.

Disminuyo el paso. Supongo que lo hago porque entiendo que no estoy llegando tarde, o quizás, inconscientemente, intuyo que algo está por romperse y no quiero enterarme del todo.

— Yo tenía que presentarme con las categorías premini, mini e infantiles. Con presentarnos era suficiente para salir campeones. Llego al club el día anterior al partido y me encuentro con el piso lleno de tablas. Me agarró un dolor… –frunce la cara y se toma el estómago, como si alguien le hubiera dado una patada– y ahí fue cuando discutí con el presidente de ese momento, le dejé la llave y no fui a cobrar ni el sueldo ni nada, y dije “acá no piso más”. Y ahí ya cerró. No lo dieron mucho a conocer porque, para mí, había mucha oposición de los viejos dirigentes. Yo no sé si estaban de acuerdo con lo que se había hecho, pero ya ellos no se metían.

— ¿Cuáles fueron los motivos que dieron?
— La cosa empieza después que fallece el viejo Losada. Ahí viene todo el movimiento de que daban a entender que no alcanzaba para mantener la luz del gimnasio, qué se yo. Ellos decían que querían llevar el básquet a la liga, allá a la 11, pero no se quiso hacer. Porque si se quiere hacer, se hace. Allá hicieron algunas cosas pero se mantuvo siempre igual. No sé qué es lo que pasó, porque ellos con el alquiler de la 29 debieron haber invertido en el campo de deportes. Y además el alquiler del banco debe ser bastante.

El mate, a medio tomar, sostenido frente a la boca. Tito recuerda mirando al frente. Hablar del Ateneo lo traslada a épocas felices y los recuerdos se le acumulan en el brillo de sus ojos que parecen mirar tras una ventana del tiempo. Me cuenta historias de los equipos de fútbol que supo dirigir, anécdotas de personajes como Toti Potes que atendía la cantina en los comienzos del club –que funcionaba en la 22, frente a la Iglesia Catedral—, la historia del auge del básquet mercedino, allá por la década del 40. Después vuelve a los últimos años, el epílogo del básquet y de su paso por el club.

— Una vez tuve un problema con uno de ellos. Yo me jugaba un partido difícil de local y me dijo ¿vos tenés partido? Si. Ya estaba programado, creo que era de cadetes, y dice “no puede ser porque hay una proclamación política”, creo que dijo, o algo así. Venía Posse, radical de San Isidro. El padre de Posse. Venía a hacer su propuesta. Se ve que no habúa tenido lugar dónde hacerla y vino a hacerla al gimnasio. Ahí ya tuvimos una agarrada. En esos años había empezado el auge de la droga en Mercedes y se hacía campaña en todo el país. Y yo digo, ¿cómo un Ateneo de la juventud, una liga de padres y familia, católica, no puede invertir dos mangos en luz por toda la juventud que viene acá?

Me acerco al chico de la remera de Ginóbili. Su madre está sentada junto al escritorio de préstamos personales. Le pregunto si juega al basquet. Con desconfianza me dice que sí, que en Quilmes, e intimidado por mi pregunta deja de simular un dribling con el balón y se sienta a dos bancos de distancia.

Le pregunto, sabiendo la respuesta, si sabía que allí mismo donde estamos había una cancha, la del Ateneo. El chico me mira y niega con la cabeza. Entonces le cuento que yo, a su edad, jugaba en ese club. “En ese mismo lugar, donde estás sentado, era el vestuario donde nos cambiábamos antes de salir a la cancha”, le digo para generar algo de impacto. “Y allá, donde está el aire acondicionado, donde vos practicabas la técnica del tiro, estaba ubicado uno de los aros”.
Me siento un viejo que se regodea con viejas andanzas que no le interesan a nadie. Recuerdo que en ese aro, el más cercano a la 29, aprendí lo que significa hacer el ridículo cuando tomé el rebote de un tiro libre y, movido por el impulso, la emboqué con tablero. Recién al darme vuelta y ver a Tito rascarse la barba, me di cuenta que era un rebote defensivo y el doble había sido en contra. Pensé que me sacaba y que no me pondría más en todo el campeonato.

Tito, rascándose la barba, fue lo primero que vi el día del final.

— Tenía un gran básquet, Ateneo –comento. Muchos de los chicos que en ese momento eran cadetes o infantiles, continuaron en clubes importantes de Capital. No recuerdo quiénes jugaban en primera en esos años.

— Estaba el Oso Pereyra, Jorge Montoni, Carlitos Pauleta… quién más estaba… el vasco Iturbide, que era de Moreno. Alternaba en la primera el tata Dematei que es médico. Yacoy, que murió en Mar del Plata. Acá ganábamos, era un buen equipo, pero después hicimos un intento en la Liga Nacional y no anduvimos. No teníamos altura, todos tenían un dos metros y nosotros no lo teníamos. Nos sacaban diez, quince puntos todos los partidos. La diferencia eran los lungos, y además todos tenían jugadores rentados y los nuestros eran amateur.

Hablar con Tito es, al mismo tiempo, abrir la puerta a un universo. Seguirle los pasos al conejo blanco –el cierre del gimnasio– por la madriguera, me lleva a un mundo lleno de personajes y de historias que construyen el tejido social de club, del Ateneo, de la liga de Padres y Familia, de los equipos de básquet y de fútbol que se entremezclan en su relato.

Todas esas anécdotas merecen ser escritas en tantas otras crónicas.

— Pero el básquet andaba bien –dice nostálgico–. En una oportunidad ganamos en cadetes, juveniles y primera, –las tres categorías más altas–. Pero yo nunca logré saber cuál fue el verdadero motivo… Ese dolor que te queda… ese era mi club… Yo había diseñado la camiseta de fútbol –el diseño, no los colores, fue inspirado en la camiseta del Celtic que en el año 67 había jugado la final intercontinental contra Racing–, la de básquet la había diseñado Polo Chávez… Es una pena lo que pasó. Siempre me quedó la duda de saber cuál fue la verdadera razón.

Tito dirigió un tiempo muy corto en el club Mercedes y después le propusieron la dirección –cargo que aceptó– del entonces incipiente colegio Camila Rolón. Su vida tomó otros caminos, pero el dolor… el dolor queda.

Me voy, tras la charla, con tantos nombres en mi cabeza y con tantas historias sin las cuales mis escasas experiencias infantiles en el club no hubieran quedado tan marcadas, que tomo la decisión de seguir por la madriguera.

Lo contacto a Miguel Angel Cestari, más conocido como el peruano. Le escribo por whatsapp el motivo de mi interés y cometo el infortunio de referirme a la esquina en cuestión como “el galpón de la 22 y 29”. Su respuesta no tardó en llegar: “El ex gimnasio, diría yo” acompañado de los emoticones que representan cada una de las actividades que allí se llevaban a cabo.

Ese encuentro, será entonces, la aventura de la próxima semana.

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