La cuarentena en el barrio se respeta. Miro por la ventana de la cocina y veo la calle como una foto atemporal. Imagino que así, con esta quietud, era hace treinta años, pero con más tierra y menos piedras. La calle muerta. Todo es sol, el sol de un verano que ya pasó.
La cuarentena en mi barrio se respeta. Me asomo por la ventana que da a la calle y no veo a mis vecinos de enfrente mateando en la puerta. Ellos siempre tienen tiempo. Suelen juntarse dos o tres casas en el horario en que las sombras de los árboles empiezan a crecer, salen a matear al pastito. A veces, cuando hace mucho calor y pasan semanas sin lluvia, se divierten con la manguera regando la calle.
Pero ahora, que es tardecita y hace días que no llueve, no los veo.
No se trata de romantizar el barrio o a su gente. No. Quizás esas charlas de ronda de mates sean dedicadas a la crítica, al prejuicio, al chusmerío. Quizás no. Quién sabe. No suelo frecuentar esos encuentros anodinos de quienes comparten algo más que una calle. Soy bastante tímido o torpe, mejor dicho, para llevar adelante ese tipo de socialización que –en mi caso– resultaría algo forzada. De todos modos, aunque suela andar con ese apuro involuntario por entrar a casa sin tener que sostener charlas de ocasión, ahora, en cuarentena, las extraño.
Tomo mate en la cocina y miro por la ventana. Juego a contar el lapso de tiempo que pasa entre un auto y otro. Los que pasan en bici o caminando no cuentan. El récord hasta hoy es veintitrés minutos. Tiempo suficiente para que la tierra, apenas levantada por el último auto, vuelva a reposar sobre las piedras.
Dos perros se pasean y husmean las bolsas de basura. Están acostumbrados al reto y por eso miran hacia ambos lados, pero esta vez nadie los reprende.
La vecina de enfrente, hiperkinética, ya no puede contenerse. Los primeros tres días no la vi salir. Seguramente agotó las tareas domésticas dentro de la casa y ahora sigue con las de afuera. Primero corta el pasto, después lava el auto. Barre. Barre la tierra que levanta la calle y algunas hojas pioneras del otoño, las junta con la palita y en una hora la vereda estará igual de sucia. Esta mañana se dedicó a limpiar las rejas, a rasquetearlas. Ahora saca un tarro de pintura dormido en el galpón y repasa la pared del frente aunque no sea necesario.
“Uno tras otro, la humanidad está apagando sus faroles”, dice David Grossman en un artículo que leí en las redes. Pienso en el después. Porque va a haber un después. Pienso en la gente que dice “paren el mundo que me quiero bajar” cuando no puede lidiar con algún problema. Ahora el mundo se paró, pero no para bajarse, sino para pensar cómo seguimos.
Voy al fondo de casa. Ordeno los troncos olvidados del invierno anterior. Escucho a mi vecina del fondo hablar por teléfono. Pregunta si están todos bien, si necesitan algo. Aunque muy poco pueda hacer desde su casa, la pregunta es un mimo al alma. Me llama la atención el tono cariñoso. Esta vez la escucho calma, sin gritos, sin insultos.
Lo repite lento y más alto. Por la forma casi pedagógica en la que habla imagino que del otro lado hay una madre, o una abuela, o una tía mayor. Alguien catalogado como “persona de riesgo”. Después dice “qué lindos que están” y ya no hay dudas de que es una videollamada. Yo hice más en estos días que en toda mi vida. La imagen, la mirada del otro, verse a los ojos, de eso se trata.
¿Qué pasará cuando todo pase? Vuelvo a Grossman: “Cuando la peste termine, cuando la gente salga de sus casas después de un largo cierre, se podrán articular nuevas y sorprendentes posibilidades: tal vez el haber tocado los cimientos de la existencia fomente eso”. Esos cimientos no son sólo la posibilidad de la vida o de la muerte. También son los cimientos del modo como elegimos vivir. ¿Volverá la vecina, después de la cuarentena, a enfurecerse cuando su hija que demora y juega con el tiempo antes de tender la ropa del mismo modo que lo hacía antes? ¿Volveré yo a limitar el saludo a los vecinos que matean enfrente levantando la mano sin siquiera bajar la ventanilla cada vez que vuelva del trabajo porque mi tiempo es apurado?
El vecino de la derecha, guardián del barrio, sereno de las noches de verano, se sienta en el umbral. Espera que de alguna casa se asome una cabeza para acercarse y hablar del clima. Precisa, cada día, corroborar con el barrio si está fresco, o si hace calor. Después, algún comentario sobre fútbol y la compañía de su presencia. El tiempo, en su caso, no es un bien tan preciado, al contrario, es un insecto molesto del cual no se puede desmarcar.
Por las tardes, después de la siesta, alguien pone cumbia. De alguna casa de la manzana que no llego a distinguir, ponen cumbia. Cumbia fuerte, para todo el barrio. Una manera de decir “vamos, que por acá no pasa nada, seguimos la rutina de siempre”.
Esta vez no me molesta. Un poco de cotidianidad –o de negación– viene bien, es sano. Quizás, cuando todo pase, otros no habrán cambiado en nada y la pandemia será una anécdota al borde del olvido.
Pienso en la parejita hippie que vive en la esquina. ¿Cómo harán para subsistir en estos días que no pueden salir a vender sus producciones? ¿Disfrutarán su tiempo libre como lo hacían antes? ¿Y los malabaristas de la 40? El año pasado les hice una nota, y ya la cosa en aquellos meses estaba difícil. Pienso en Oscar “Caracol” Luciani, un ciruja de ley (dicho por él) que trabaja en el centro de reciclaje y a quien también le hice una nota. ¿Cómo sobrevive un hombre de calle cuando no hay calle?
“Cuando la plaga termine, puede que también haya quienes no quieran volver a sus vidas anteriores”, dice Grossman. “Habrá quienes –los que puedan, por supuesto– dejarán el trabajo que durante años los sofocó y suprimió. Algunos decidirán dejar a su familia. Separarse de su pareja. Traer un niño al mundo, o precisamente abstenerse de eso. Habrá quienes salgan del armario (de todo tipo de armarios). Algunos comenzarán a creer en Dios. Habrá creyentes religiosos que apostatarán. Posiblemente la conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida incitará a los hombres y mujeres a establecer un nuevo orden de prioridades. Insistir mucho más en distinguir el trigo de la paja. Entender que el tiempo, no el dinero, es su recurso más preciado”.
Tengo unos amigos que antes de este lío estaban a punto de separarse. También pienso en ellos. En la obligatoriedad de estar juntos, aunque sean sus cuerpos, ni más ni menos que sus cuerpos. Para ellos también hay un futuro de posibilidades y un pasado a revisar.
Hay tiempo. Hay tiempo para todo lo que solemos quejarnos de que no hay tiempo. Tiempo para preguntarnos sobre las decisiones que tomamos en un pasado que parece lejano, sobre los amores que no dejamos nacer, sobre relaciones que le dimos demasiado tiempo, sobre vidas que no nos animamos a vivir, y sobre los miedos que nos ataron a lo que tenemos.
Vuelvo a Grossman: “Tal vez la gente comenzará a revelar, por ejemplo, atractivos signos de inocencia no contaminados por ni siquiera un ápice de cinismo. Tal vez la suavidad se convierta de repente, por un cierto tiempo, en moneda de curso legal. Tal vez entendamos que la plaga asesina nos ha dado la oportunidad de cortar de nosotros mismos capas de grasa, de codicia sucia. De pensamiento espeso y no discriminatorio. De abundancia que se convirtió en exceso y ya ha comenzado a sofocarnos”.
Hay tiempo. Hay tiempo para darnos cuenta de que siempre hay tiempo.