Estar tantos días encerrado me está haciendo mal. La cabeza no se airea y los músculos que se encargan de establecer conexiones de los pensamientos se empiezan a oxidar. Por eso, y a modo de precalentamiento mental, como esos ejercicios de digitación que, ayunos de melodía, hacen los músicos para calentar los dedos antes de tocar, dejo una serie de reflexiones tan aisladas como nosotros.
1.
Veo todo el tiempo –mucho más en los primeros días– publicaciones en las redes de personas con la capacidad de ser permanentemente felices, sin declives. Personas que, gracias a la cuarentena, han podido lograr una conexión con sus hijos como nunca antes, o han vuelto a amar a sus parejas como el primer día, o han aprendido a expresarse artísticamente en disciplinas hasta ayer desconocidas, o a colgar un cuadro. Todos, todo el tiempo, tienen una necesidad voraz de ser y mostrarse felices. Nada les afecta. Llegué a ver una publicación –no era una publicidad de jabón, lo juro– donde una chica exhibía a la cámara una sonrisa perfecta mientras se lavaba las manos.
¿Puede alguien, por favor, dejar de ser feliz media hora?
La felicidad se convirtió en un mandato, un producto de primera necesidad –producto esencial, como se le llama ahora– que todos deberíamos tener, y que yo no tengo.
2.
Leo poco y escribo menos. Se supone que en cuarentena debería aprovechar el tiempo. Pero no, en mi caso no funciona así. Doy vueltas por la casa sin destino cierto, a veces me quedo estático, sin saber qué orden darle a los músculos de mi cuerpo. Mi hija cree que estoy jugando a la estatua. Colgar la ropa en el fondo se ha transformado en una actividad de cenáculo. Allí me tomo el tiempo para conectarme conmigo mismo, repasar las decisiones que he tomado en mi vida. Alimentar el espíritu.
El tiempo para hacer algo productivo no es el tiempo que se puede medir con el reloj. Leo y escribo mucho más cuando estoy cargado de actividades y no tengo tiempo ¿Por qué? ¿Por qué el tiempo rinde más cuando estamos bajo presión? ¿Qué clase de motivación sádica es esa?
3.
En la tele un tipo con matrícula dice que si no podés “aprovechar” el tiempo para ponerte al día con las cosas que siempre postergás, entonces tenés que buscarte maneras creativas de entretenerte. Eso es lo sano. Eso es lo que hay que hacer. Y si no –esto lo agrego yo– estás del lado equivocado de la vida.
Yo no puedo. No puedo jugar como cuando era chico, doctor. Disculpe. No me sale. Yo me aburro, me aburro de todo. Pensándolo bien, en eso sí me conecto con mi versión infantil. Aburrite mas lejos, me decía mi madre cuando le reclamaba que me sacara de ese estado.
4.
Una vez una gran profesora me enseñó que la cultura es una forma de simbolizar la realidad, de vincularse con ella mediante un lente tamizador, de metaforizar lo que es difícil de digerir: los grandes temas. A veces, pienso, la cultura también sirve para evadirnos de esos mismos planteos.
Hoy la metáfora es aplastada por la realidad. El miedo, la enfermedad, los peligros, la libertad –la falta de ella– y la muerte están demasiado cerca, demasiado vivos, demasiado real, como para encontrar herramientas simbólicas que los suavicen.
Cuanto más real se torna la fragilidad de nuestros cuerpos –diría el escritor Sergio Olguín– y la muerte, más a los gritos pedimos nuevas aplicaciones en el celular que nos hagan mirar para el costado.
Quizás por eso es más difícil escapar. Quizás por eso lo del bloqueo.
5.
Hay que llenarse, eso dicen. Llenarse de cosas para hacer: actividades, tareas, aprendizajes, cursos, gimnasia, lo que fuera. Llenarse de comida en la heladera, también. Hacer acopio, llenarse. Llenarse de energías, llenarse de amor de lo que conviven con nosotros, llenarse de paciencia. Llenarse de entretenimientos. Llenarse de información, de alcohol en gel. Llenarse. El otro día en un programa de radio cada uno de los integrantes contaba la cantidad de cosas, bien detalladas, qué hacía en el día. Aquel que nombraba más cosas recibía mejores elogios.
El pánico a la nada misma, el pánico al vacío, al tiempo muerto, al aburrimiento, es mayor que el pánico al virus. ¿Por qué el descanso o la pausa están mal vistos? ¿Por qué, si digo que me aburro, seré mirado con desconfianza y cara de “hay tantas cosas para hacer”?
6.
El jueves salí por primera vez. Me tocó ver la calle desierta, sólo había colas en los cajeros. Como si fueran refugios anti bombas o el último recinto de una civilización aniquilada, allí estaban los cajeros, relucientes y apetecibles.
En eso, dos personas se ponen a charlar a menos de dos metros de distancia. Una dice que ayer a la mañana justo tuvo que salir y había una cantidad in-cre-í-ble (separó en sílabas el adjetivo para darle mayor importancia) de gente en la calle, como si acá no pasara nada. La otra le contestó vos porque no sabés lo que fue el martes. Justo tuve que ir a la farmacia y casi no se podía estacionar.
Pienso que si todos “justo tuvieron que salir”, entonces es lógico.
La chica que está detrás en la cola les dice que no, que deben mantener la distancia, que se están poniendo en riesgo ellos mismos y a los demás. Algunos de la fila la miran con aprobación por su valentía. Otros, con desprecio. Finalmente deciden terminar la charla y ubicarse en sus lugares.
7.
La directora del jardín maternal de mi hijo me habla de la cadena. Si no pagamos la cuota mensual, aunque los chicos no vayan, no hay manera de sostener el jardín. Hay una cadena que se cortó. Hay papás autónomos a los que no les está entrando dinero ¿Y yo que voy a hacer? No puedo pedirles. Entonces las empleadas del jardín no cobran. La cadena se cortó para todos. Pienso que en la era de yoísmo, del individualismo extremo, de la falsa idea de libertad, hay cadenas invisibles –hasta hoy– que nos unen y nos esclavizan. Dicen que van a adelantar las vacaciones de invierno, no sé cómo vamos a seguir con esto. No sé si «esto» es el maternal o la situación del país. O ambas.
8.
Alguna vez leí una crónica del periodista Hernán Iglesias Illa sobre su experiencia cuando, viviendo en Nueva York, se desencadenó el huracán Sandy –uno de los peores de la historia. En tono de confesión, Hernán reconocía haber sentido una extraña excitación, como si en algún lugar bien oscuro de su ser deseara que la catástrofe fuera mayor para quedar en la historia. Decir “yo estuve cuando” y citar alguno de los picos en la historia de la humanidad es acariciar el sentido de trascendencia que todos tenemos. Vencer al tiempo. Alimentar esa idea extraña que si dentro de quinientos años alguien cita ese suceso, entonces también nos está nombrando –y dando vida– a nosotros.
Por eso, calculo, hay tantos diarios de la cuarentena.
9.
Mis amigos tomaron la costumbre de reunirse virtualmente vía Zoom los sábados a la noche. Se sirven la bebida que más les gusta y se sientan frente a la computadora o al celular. Hay amigos en distintas partes del mundo, con diversos husos horarios, pero no importa. El espacio se abre a determinada hora y los chicos van entrando y saliendo, como en el bar. Se ríen y se chicanean de las mismas cosas de siempre. El clima general es similar al de las salidas del pasado. A veces, como en los encuentros de carne y hueso, pasan largos minutos sin que yo hable. Observo, me río, disfruto. No me resulta necesario llenar los silencios. Lo distinto, en todo caso, es que ahora ese mismo comportamiento les resulta algo incómodo, o al menos, hay registro, reparan. Me piden que me mueva, que parezco una foto, que haga algo.
Las reuniones se prolongan hasta la madrugada. Los encuentros son virtuales pero las borracheras son bien reales, como las de antes. Me pregunto si esta costumbre perdurará en el tiempo.
10.
Tengo una amiga que es moza en una confitería. A diferencia de la mayoría de la gente que “trabaja” de moza, ella “es”. No es un empleo pasajero, transitorio, sino su vocación. Le gusta servir a la gente. Es algo que siempre hizo y lo seguiría haciendo. Ella cree, quizás algo catastrófica, que esto será el comienzo del fin. Ya no van a funcionar como antes los lugares así, como las confiterías, los bares, donde la gente se encuentra, me dice. Es como el tema de no poder fumar adentro, un día se cortó con eso y se acabó para siempre. Después se naturaliza, como todas las cosas, y nosotras a buscarnos la vida.
11.
Voy a la verdulería. Aunque en la puerta de vidrio hay un cartel que dice “no tocar las verduras”, junto a otro que dice “se permite hasta dos personas dentro del local”, el cliente que está delante de mí toca absolutamente todas las verduras. Las que va a comprar y las que no. La mercadería no tiene buena pinta, es cierto. Tan cierto como que el verdulero lo mira con un odio visceral. Entiendo que el bichito puede pasar de una mano a la verdura y de la verdura a la otra mano. Por eso, como dicen los medios, nos estamos cuidando entre todos, pero también nos estamos odiando.