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“No hay nada que me identifique más que el bajo”

Quería ser Cerati. Se encerraba a escuchar Soda Stereo y quería ser Cerati. Cantar como él. Tocar como él. Vestir como él. Tenía trece años, o menos, y quería ser Cerati. Pero había un problema: la guitarra. Tocar la viola le resultaba muy difícil. Entonces sucedió lo que, de todas maneras, tenía que suceder: empezó a tocar el bajo. Martín Boffi tiene razón al decir “la historia es muy poco romántica, pero es la verdad”.

Uno podría tentarse a decir que fue el comienzo, que allí nace el ser bajista de Martín, pero no sólo sonaría rimbombante sino que sería inexacto. En todo caso, ese es uno de los comienzos.

— Fue de vago, y resulta que en realidad yo soy re bajista, no hay nada que yo sea más en este mundo que ser bajista. Es ahí donde aparezco, donde yo siento que estallo. Después, con el tiempo, empecé a tocar la viola. Cuando descubrí de verdad el bajo y empecé a escuchar bajistas y empecé a estudiar, me di cuenta que no hay nada que me identifique más que el bajo.

— ¿Venís de familia ligada a la música de algún modo?

— Sí. Tuve la suerte de tener un entorno familiar muy favorable para desarrollar mi carrera artística. Mi viejo, aunque se dedica a producir seguros, es pianista. Yo escuché mucha música por él, sobre todo rock de afuera… Beatles, Queen…  Y mi vieja es profesora de danzas folklóricas y yo escuchaba mucho rock nacional por ella. Además, separados ellos, mi vieja estuvo mucho tiempo en pareja con un músico de folklore a quien yo quiero mucho. De chiquito yo fui muchos años al festival de Cosquín, el del folklore, y consumí mucho de eso por ósmosis.

Martín Boffi recuerda. Sus ojos se iluminan y una sonrisa amplia conecta con aquel niño de cuatro o cinco años que prefería, dentro del universo lúdico en el que viven los chicos, pasarse el rato sentado frente al tocadiscos. Observaba la púa apenas rozar un disco que giraba sin descanso. Prefería, entonces, el misterio: ¿Cómo ese mecanismo simple y rudimentario podía esconder las más bellas melodías y los instrumentos más variados?

Uno podría tentarse a decir que allí sí fue el comienzo, que “consumir a Charly García en forma intravenosa” no deja demasiadas opciones. Pero, otra vez, sonaría rimbombante y sería inexacto. En todo caso, ese es otro de los comienzos.

— Yo nunca tuve ningún conflicto vocacional. Desde los trece años que toco el bajo y que no solo dije “es esto” sino que en ningún otro momento lo dudé. Yo crecí con el ejemplo de que se podía vivir de la música. Entonces para mí no era un tema. Yo lo vi. Y en un nene, la acción es más poderosa que cualquier palabra. Para mí era algo natural, obvio, ¿cómo no voy a vivir de la música?, y la realidad es que yo no laburé nunca en mi vida de otra cosa. Claro, no estoy llenando estadios de fútbol con mi música. El imaginario colectivo es que, o la rompés y sos famoso o estás en el subte tocando por monedas, y en el medio hay un montón de grises. Yo doy clases, grabo discos de otra gente, me dedico a la producción artística y musical de otros artistas, hago shows en vivo, laburé de transcriptor, escribiendo partituras de la música de equis artista porque eso se tiene que registrar en SADAIC y es un laburo re administrativo. Bueno, eso también lo he hecho.

Boffi terminó el secundario en el Colegio Nacional y empezó a estudiar la carrera de Instrumentista en Música Popular en la EMPA (Escuela de Música Popular de Avellaneda), puntualmente Bajo Folklórico. Mientras tanto, mientras colgaba la carrera que finalmente terminaría hace dos años, Martín sacó dos discos folklóricos con un trío, cinco discos con la banda local Belladona y su disco solista “Declaración” en el 2015. Además, trabajó con infinidad de los artistas más populares de Argentina: Liliana Herrero, Kevin Johansen (ambos pusieron su voz en el disco “Declaración”), Ricardo Mollo, Laura Albarracín, Raúl Carnota, Roxana Carabajal y un largo etcétera. ¿Cuál es el comienzo? ¿Cuál es el “bautismo” para entrar –si existe un “entrar”– al ambiente?

— Hay mucha fantasía que se genera de eso que se da y que uno dice “ahora llegué, pertenezco a ese grupo”. Hay un millón de variantes. Me fui dando cuenta de eso con el crecimiento. Antes me generaba envidia o angustia de querer lograr cierta cosa y cuando no, me resultaba frustrante y ves a otros que lo lograron y decís “qué grosos”, o te da envidia. Un día fuimos con Lucas Guinot –pianista mercedino que participó en el disco solista de Martín– a lo de Liliana Herrero a grabar. Y nos quedamos tres horas más y ella nos mostraba a nosotros lo último que había grabado. ¡Ella, nos mostraba a ver qué decíamos! Lo lógico sería pensar “qué le importará a ella lo que yo piense”. Lo lógico sería que saque el disco y yo desde el anonimato lo escuche. Y ella, en su ansiedad, nos mostraba expectante. Cuando te acercás ves que esos personajes están mucho más acá, y pertenecer a ese mundo muchas veces no tiene que ver con lo artístico, sino con lo afectivo. No es que se juntan los grosos a cenar, aquellos de la elite –dice, “la elite”, en tono irónico–. No. Se juntan con sus amigos, no tiene que ver con el talento ni nada. Hay algo que no se compra que tiene que ver con lo afectivo, lo vincular. Lo importante en la vida va por otro lado, y eso le pasa a todo el mundo por igual, independientemente del lugar profesional al que hayamos accedido.

Una noche no puede dormir. Hay una canción que le atraviesa el cuerpo y que no puede quitarse de la cabeza. Una canción que toca esa fibra invisible de la inspiración. Entonces se levanta, toma la guitarra y empieza a componer. Está poseído. Escribe y canta poseído por el espíritu de Liliana Herrero cantando “Se me va la voz”. Ella es el motivo del insomnio y ella, ahora, es la causa de la canción. Cierra los ojos y mientras canta simulando ser ella, con esa voz medio rústica y desgarradora, la imagina a Liliana en un estudio de grabación, cantando con él “Declaración”, la canción que daría título a su disco solista.

Sale del trance, busca en internet el mail de Liliana y le escribe.

¿Será esta, entonces, la historia del comienzo?

— Le dije “yo hice este tema pensando que vos lo cantabas. Para mí sería increíble que vos lo grabes”, y pasó. Después de un montón de mails de idas y vueltas y de sincronizar tiempos, grabamos. Después pegamos la mejor y ella me dijo “yo vine a cantar porque estoy de acuerdo con todo lo que vos escribiste en esta letra”. Para mí eso fue lo más zarpado.

Tocar con ella –como símbolo de ese grupo imaginariamente considerado como “elite”–, ¿es haber llegado a algún lugar? Que haya sido lo más zarpado, ¿es, acaso, el final, en el sentido de haber cumplido un sueño? Bueno, quizás sea uno de los finales.

— Después se copó en armar un video y cuando presenté el disco vino a cantar en vivo. Fuimos con Lucas Guinot a la casa, él grabó el piano. Para Lucas fue un flash.

— ¿Y con Kevin Johansen?

— Yo trabajé diez años en un jardín de infantes y Kevin llevaba a su hijo ahí. Cuando le propuse él me dijo “sí, querido. Cuando quieras vos avisame y yo voy”. Esas cosas que están buenísimas pero que no me llevaron a ningún lado estratosférico. Por más cosas que sean lindas a nivel personal en la carrera, en el día a día todos lo siguen sosteniendo dando clases…

No hay un final para Martín. No hay un “llegar a algún lugar” o pertenecer. Y es probable, entonces, que tampoco haya un comienzo, un momento bisagra. De todos modos Martín sabe qué cuerda hacer sonar para alimentar el imaginario social.

Mi hija me ve hablando por videollamada con Martín Boffi –@boffimartin, en Instagram–. Más tarde, como cada día de cuarentena, vuelve a mirar por Youtube las canciones para chicos de Magdalena Fleitas. Entonces lo reconoce. Allí está Martín con vestimenta multicolor tocando el bajo. “Ese es tu amigo, papá”, dice sorprendida. Me pide enviarle un audio para contarle cuál es su canción preferida.

— Yo estoy tocando con Magdalena Fleitas, que es la dueña de ese jardín. Yo laburé ahí porque primero fui bajista de ella. El último disco que ella hizo para niñes se lo produje yo, se llama Risas del rock, y participaron, por ejemplo, Leo Sbaraglia, Antonio Birabent, Ricardo Mollo. Mollo, por ejemplo, un Dios. Con él grabamos Par Mil, en trío con el baterista de Magdalena. Un divino. Yo como productor le preguntaba “¿cómo escuchaste la toma?” y él me decía “la hacemos de vuelta, ¿no? ¿qué decís vos?”, y yo tenía que estar diciéndole a Mollo, entendés. Sos Mollo cantando, hacé lo que quieras. La conclusión más clara que yo veo es que siguen siendo personas y más allá de todo se siguen manejando con lo esencial, como vos y yo. Cuando hay buena onda hay buena onda, pero por otro lado no por la grositud musical. Por ahí va la cosa. Después, algunos son mas gomas o más sensatos, pero como vos y yo. Lo que sos es lo que venías siendo antes y lo que vas a ser después.

— ¿Hay algo más que quieras agregar y que no te haya preguntado?

— Sí. Algo que vengo viendo de hace unos añitos hasta acá, y que me parece zarpado y lo rescato y me gustaría decir: qué bueno lo que está pasando en Mercedes. Yo caí en Mercedes por mi viejo, estuve desde segundo grado hasta terminar el secundario. Cuando nosotros éramos adolescentes y tocábamos, Mercedes era mucho más conservadora y más cerrada al arte, mucho menos interesada en lo artístico. Ahora es distinto y qué bueno que pase, qué bueno lo del ciclo de música en el MAMM, lo que hacen en los bares y en las pizzerías, lo del complejo de La Trocha… qué piola lo que está pasando. Veo la ciudad despierta y a la vez veo la misma señora del barrio entrando al Vea, como que eso sigue igual. Hay gente que está haciendo laburos muy piolas, produciendo mucho, como Rulo Godar.

No hay un principio y no hay un final. Hay un disco girando en círculos y están los ojos de un niño imitando el movimiento. Hay un recorrido incansable y un deseo –una vocación– de seguir eligiendo las vueltas de un disco, sin principio ni final.

https://youtu.be/QagT5Cs_fHk

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