No hay dudas de que el asesinato de Mariano Ferreyra ha conmocionado en su momento a más de dos generaciones de militantes políticos. Y pasados diez años, como todo crimen político tiene una presencia muy potente, no solo de aquellos que lo vivieron en tiempo real sino también en los que se van anoticiando que algo así ocurrió por estos pagos.
Más allá de la fuerza que conlleva la idea de “crimen político”, el asesinato de un militante, en ocasión de estar con los que no tenían voz, con los ninguneados por el poder político, lo coloca más aun en un lugar “incómodo” para muchos.
Mariano Ferreyra estaba ahí haciendo lo contrario de lo que el arquetipo de “político” que circula en la sociedad, nos tiene preparados para consumir. Lo contario del dirigente que ingresa a una fuerza política para forjarse “una carrera”, lo que le permitirá escalar posiciones y lograr “ascensos” que se traducirán en cargos mejor remunerados, pero que, obviamente hay que cuidar. Y en el axioma básico de este arquetipo está el no enfrentarse nunca con el poder. Ni siquiera molestarlo demasiado, no sea que se pierda el mullido sillón en el que se sienta ese político carrerista.
Mariano Ferreyra representa lo contrario. Era un militante político, que estaba con aquellos que fueron bastardeados por el Estado, porque este amparaba los negocios de la más podrida burocracia sindical, y en el intento de hacer visible el conflicto estaba allí aquel veinte de octubre como lo había estado mil veces antes. Antes de que una patota sindical armada a los efectos de “escarmentar” a los tercerizados del ferrocarril Roca, con la zona liberada por la Federal, diera paso a la brutalidad de un ataque artero y desmedido, contra los trabajadores desarmados.
Las balas de la patota dejaron la imagen de un Mariano Ferreyra desangrándose en una ambulancia y nunca serán olvidadas por más de dos generaciones de activistas y militantes que confirmaron lo que ya sabían: el Estado siempre está cerca de consumar, facilitar o avalar un crimen político.
Las balas de la patota dejaron la imagen de un Mariano Ferreyra desangrándose en una ambulancia y nunca serán olvidadas por más de dos generaciones de activistas y militantes que confirmaron lo que ya sabían: el Estado siempre está cerca de consumar, facilitar o avalar un crimen político.
Crímenes políticos en la historia después del terrorismo de Estado
Los argentinos que crecimos en la pos dictadura hemos convivido con diversos crímenes políticos. Hay uno que, por ser el primero perpetrado en “democracia”, quedó grabado en una especie de enumeración necrológica de los asesinatos posteriores al terrorismo de Estado. A fines del 83 Víctor Choque moría en una movilización de metalúrgicos en la lejana Tierra del Fuego. El primero de esta enumeración ya en pleno alfonsinismo, un salteño que había migrado al sur en busca de un puesto de trabajo.
La lista es larga, pero la arbitrariedad de la evocación me obliga a pensar en algunos por alguna razón personal. Tal vez porque la historia los ha enterrado: el asesinato de los piqueteros Ojeda y Escobar asesinados en el desalojo del puente que conecta a Resistencia con Corrientes, el mismo día en que la Alianza asumía el poder del Estado. Quizá porque esas muertes tienen un valor simbólico que los junta con los 38 muertos que dejo aquel gobierno en su retirada.
Pero como es lógico, un crimen político conmociona mucho más cuando las condiciones que lo rodean están “al rojo vivo”. O cuando se dejan ver las ligaduras de los poderes estatales, en cualquiera de sus formas con los intereses económicos que ese estado representa. Por eso generacionalmente la masacre de Puente Pueyrredón en junio del 2002 fue la demostración de una forma maquiavélica de accionar, por parte de un Estado que pretendía sacar de la calle al movimiento piquetero, en plena crisis.
La imagen que perdura para algunos es la del comisario Franchiotti arma en mano humeante aun, observando a un Darío Santillán desangrándose luego de ser baleado por la espalda. Darío luego de iniciada la represión de aquel día, había vuelto a auxiliar a Maximiliano Kostequi (también baleado en la estación Avellaneda). La hipótesis armada por Duhalde y sus cómplices: Sola, Aníbal Fernández, Atanasoff etc, etc., era imponer la versión de que aquel día los disparos se habían intercambiado entre diferentes organizaciones del movimiento piquetero presentes en el Puente. Una maniobra tan burda, pero que por unas horas corrió en las redacciones. Un tal Leuco difundía indignado la noticia del enfrentamiento en una radio de AM. En horas la mentira se derrumbó sobre el gobierno de Duhalde. La lucha por esclarecer el crimen político logró mostrar todos los hilos del poder que se movieron aquel 26 de junio. Pero solo el autor material de los hechos cargo con la responsabilidad, Franchiotti y algunos bonaerenses más “sirvieron” para dejar impunes al personal político de aquel gobierno que debió adelantar las elecciones. Tanto Maxi como Darío dejaron un ejemplo imborrable, especialmente este último, que no solo estaba donde debía estar sino que luego de ver caer a su compañero volvió sobre sus pasos para socorrerlo de la barbarie policial. Un fenómeno no nuevo aparecía tras la masacre, todos conocimos intensamente la vida de los dos caídos, como si las balas de los bonaerenses lo hubieran instalado en un lugar que los hacía sentirlos cerca.
Seguramente muchos recordaremos donde estábamos cuando vimos las primeras imágenes de un Mariano desangrándose ante las cámaras de los móviles de TV.
Esto mismo ocurrió tras el asesinato de Carlos Fuentealba, en el 2008, en la ruta 34 de Neuquén. Ya los videos filmados por los propios activistas sindicales mostraban a un docente fusilado a quemarropa por el sargento Poblete, cuando los trabajadores de la educación habían desistido de un corte de ruta en el marco de un dilatado conflicto. Su cara recorrió el mundo. Su vida, su escuela sus alumnos motivaron cientos de notas y documentales. Pero nunca los responsables políticos fueron enjuiciados, y el entonces gobernador Sobisch, por entonces socio de Macri, quedó impune, aunque se transformó en un “muerto político”.
Seguramente muchos recordaremos donde estábamos cuando vimos las primeras imágenes de un Mariano desangrándose ante las cámaras de los móviles de TV. Como ya se dijo los trabajadores tercerizados del Roca, algunos despedidos otros reclamando el pase a planta del ferrocarril, eran el emergente de un gran negocio de la burocracia sindical de la Unión Ferroviaria dirigida por José Pedraza. Los tercerizados eran contratados bajo la forma legal de varias cooperativas armadas por Pedraza y cía, que recibía suculentos subsidios del poderoso ministro Julio De Vido. Los trabajadores de estas cooperativas trabajaban en el ferrocarril, pero percibían menos de la mitad del ingreso de sus compañeros “en blanco”. Pedraza días antes elogiado por la hoy vicepresidenta de la nación “como un ejemplo de sindicalismo” pretendía acallar el conflicto como sea, había mucho en juego, lo sabía también Tomada por entonces ministro de Trabajo, que no solo nunca intercedió por los trabajadores sino que permitió el festival de subsidios embolsados por el burócrata sindical. Claro, era su “kiosco”, pero además de la mugre que pudo visualizarse claramente, fue altamente ilustrativo de como también se decidió tercerizar la represión a los trabajadores. La intervención de patotas o grupos de choque no era nueva en la dirigencia sindical, pero tras lo sucedido aquel día se pudo verificar empíricamente el reclutamiento de “barras bravas” y cualquier elemento que sirviera para “escarmentar” a los que luchaban por sus condiciones laborales. Curiosamente las cámaras de seguridad de la federal dejaron de funcionar en el momento exacto en que se desato el ataque y los efectivos se retiraron para permitir el accionar del grupo armado por el “Gallego” Díaz, el hombre de confianza de Pedraza.
Otra vez aparece un personaje oscuro, siniestro, cínico: Aníbal Fernández. En momentos de ocurrido el asesinato la Policía Federal estaba bajo su control. Ya había sido parte del entramado que terminó con la vida de Maxi y Darío.
Pedraza recibió el dato de que todo estaba listo para terminar con esos “piqueteros, zurdos de mierda”, y desde el hotel Sheraton dio la orden de avanzar, contra un grupo que había decidido replegarse y desconcentrar ante la peligrosidad de la patota. Porque ni Elsa, ni Mariano ni el resto de los tercerizados del Roca fueron ahí para morir de un balazo. Los disparos dejaron gravemente herida a Elsa Rodríguez, militante del Polo Obrero, quien aún hoy lucha por rehabilitarse de las graves heridas sufridas. Minutos después Mariano Ferreyra caía con un balazo en el hígado y llegaría sin vida al hospital Argerich. Lo vimos morir casi en tiempo real a través de las cámaras de los movileros de los canales de noticias.
Quedará en cada quien el recuerdo de las lágrimas derramadas esa tarde o al día siguiente en las plazas donde cada uno hizo su catarsis, o en cada movilización pidiendo el ya tan doloroso “juicio y castigo a los culpables”.
Quedará en cada quien el recuerdo de las lágrimas derramadas esa tarde o al día siguiente en las plazas donde cada uno hizo su catarsis, o en cada movilización pidiendo el ya tan doloroso “juicio y castigo a los culpables”.
Los “crímenes políticos” como el de Mariano Ferreyra son emblemáticos, a pesar de que el olvido pretende hacer lo suyo, la figura de un militante inquieto, soñador, joven, pero por sobre todo de una moral distinta a la de los burócratas y políticos carreristas que el máximo riesgo que pueden correr es el exceso en la ingesta de ravioles. Mariano corrió todo el riesgo por una reivindicación que no era para él individualmente.
Mariano Ferreyra es un icono de la militancia clasista comprometida, que pone el cuerpo, que no espera las miguitas del poder que caen de la mesa. Como Maxi y Darío, como Fuentealba, como Santiago Maldonado, como los 30.000 desaparecidos nos interpelan desde su altura moral.
* Sergio Resquín es docente, ex dirigente del Partido Obrero de Mercedes