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Los pobres de mi infancia

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Mi hijo se asusta. Se señala la oreja izquierda y me mira pidiendo una explicación. Se escucha a lo lejos una voz distorsionada y metálica que no puede identificar como humana. De a poco la camioneta se acerca con un megáfono adherido al techo y el acompañante que repite con una asombrosa fidelidad la misma frase: “Baterías vieja, señora. Lavarropas, motores viejos, compramos señora».

Salimos a la puerta y los vemos pasar. El muchacho que habla por el megáfono baja la ventanilla y saluda mientras repite el speech para que no queden dudas. Mi hijo se queda más tranquilo al saber de dónde viene esa voz del infierno. Mi hija, al ver la escena, me pregunta si los de la camioneta son pobres. Para ella, juntar cosas que otros hubieran tirado, es una señal de pobreza.

Cuando yo era chico asociaba la pobreza con vender cosas por las casas. Por entonces, eran comunes los vendedores ambulantes. Tocar timbre en las casas para vender algo era una actividad que a esa edad me hubiera causado mucha vergüenza. Sentía que si alguien tenía que pasar por ese trance era por no tener alternativa, y si no tenían opción, entonces eran pobres.

Por el centro solía pasearse un vendedor de escobas que pasaba por casa una vez por semana. Nadie compra escobas con esa frecuencia, y ese pensamiento me hacía dudar de sus reales intenciones.

Por el centro solía pasearse un vendedor de escobas que pasaba por casa una vez por semana. Nadie compra escobas con esa frecuencia, y ese pensamiento me hacía dudar de sus reales intenciones. Finalmente mamá le daba algo de comida: un sándwich o algo que hubiera en la heladera. El hombre cargaba un ramo de diez escobas al hombro que lo hacían caminar lento y encorvado. Verlo venir me daba un poco de miedo. Era flaco y alto. Recuerdo su cabeza cubierta de pelos. Tantos y tan negros que me hicieron olvidar su cara. Quizás su caminar pausado y la cabeza obligadamente gacha para no tropezar, hacían que mi imagen fuera más de sus pelos que de su cara. El pelo y las escobas crecidas por detrás de la cabeza, como supervisando su andar.

Una vez hablando de los pobres, en la clase de Educación Cívica, un compañero dijo que lo había visto en Lofo jugando al Double Dragon. “El que vende escobas”, dijo, y no necesitó aclarar nada más.

Una vez hablando de los pobres, en la clase de Educación Cívica, un compañero dijo que lo había visto en Lofo jugando al Double Dragon. “El que vende escobas”, dijo, y no necesitó aclarar nada más. Todos sabían de quién se trataba. Me sorprendió que alguien más lo conociera y me sentí expuesto, como si yo tuviera secretos o algo para decir de él. Lo criticaban, recuerdo. Cómo alguien que es pobre puede gastarse la plata de la limosna en los jueguitos, era el planteo. Mi compañero se sentía estafado. La madre le había dado plata para que compre comida y él la gastaba en los videojuegos. La profesora preguntó si los pobres no tenían derecho a divertirse, a no pensar que son pobres al menos por un rato, y se hizo un silencio.

En esa época no había cuarentena, pero la vida era similar. Mamá no compraba las verduras en la verdulería. No. Había un verdulero que nos visitaba martes y jueves en un Rastrojero cargado de cajones. Tocaba dos timbres cortos, como si fuera un familiar. Llegaba siempre a la hora del almuerzo y mamá renegaba no sólo por el horario, sino porque era inevitable que comamos alguna fruta antes de la comida. Al escuchar el timbre salíamos corriendo y nos trepábamos al Rastrojero con la sensación de que algún día nuestro peso terminaría por desarmarlo. “Una manda, verdu” le decíamos mientras ya estábamos pelando la mandarina. La fruta que comíamos ahí arriba era la yapa, jamás las cobró. Jugábamos a ser sus asistentes, también, y pesábamos las verduras en una balanza de hierro antigua que colgaba de un tirante de fierro. Una vez me invitó a hacer el recorrido de la mañana. No sé si la propuesta era en serio o no, pero no importa. El verdulero –alguna vez mamá me dijo cómo se llamaba pero preferí olvidarlo– era una cara sonriente, era los pocos dientes que le quedaban, era un bigote tímido con marcas de nicotina, era la misma ropa con manchas sobre manchas, era el ruido irritante de un motor moribundo doblando la esquina.

¿Se podía ser pobre y despojado a la vez? ¿Se podía ser pobre sin que el pobre se diera cuenta?

También pasaba por casa un vendedor de rifas. Mostraba unos números diminutos, inverosímiles, similares a los números que un nene puede dibujar en un afiche de color celeste. Del otro lado del número, una inscripción con lapicera que decía “1er premio una canasta familiar” sin que hubiera espacio en el cuadrado para potenciales segundos o terceros premios. El muchacho hablaba de los números que le quedaban en el talonario otorgándoles un poder sobrenatural. Convencido de que cada número tenía una historia, una característica, una intencionalidad; voluntad propia. Una dosis de magia suficiente para traerle suerte a aquel que lo elegía. Finalmente el número que le comprábamos duraba apenas unas horas aferrado a un imán en la heladera antes de terminar en la basura.

Yo también vendí rifas en la calle. Quería juntar plata para comprar figuritas. Fueron pocos días. Lo suficiente para sentir la mirada condescendiente de quienes me compraban y la de desprecio de quienes no.

Yo también vendí rifas en la calle. Quería juntar plata para comprar figuritas. Fueron pocos días. Lo suficiente para sentir la mirada condescendiente de quienes me compraban y la de desprecio de quienes no. Los números que no podía vender, me los terminaba comprando mi familia. Me faltaba el poder de convencimiento, tener esa relación íntima con los números que suelen tener los apostadores y los vendedores de rifa.

El hombre también era pobre, pero un pobre distinto a los anteriores. Un pobre que creía en la magia de los números.

A veces me gusta pensar, siguiendo la lógica de mi infancia, que la escasez de vendedores ambulantes es la señal de que hay menos pobres. A veces, cuando hasta el niño que fui me mira con sorna, doy vuelta los términos y pienso que ojalá los pobres de hoy sean como aquellos vendedores ambulantes.

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