Ver la puerta, nomás, tan alta, tan de madera, con tantos postigos, es algo de por sí deprimente. Las paredes del frente tienen el revoque descascarado y exhiben los ladrillos de otra época. Adentro es una cueva iluminada por dos tubos fluorescentes que dan ganas de llorar. Hay retazos de maderas apoyadas sobre las paredes que parecen olvidadas. El lugar sigue causándome la misma impresión de hace años: la sensación de que en la carpintería de Raúl el tiempo no pasa, que él mismo ha quedado detenido a causa de algún gualicho diabólico.
Necesito lijar y pintar unas maderas que tengo para armar un vanitory en el baño nuevo. “Ahora no puedo, estoy tapado” dice Raúl, seco como el aserrín que alfombra su galpón. Entiendo que “ahora no” significa que por varias semanas no va a poder –o no va a querer– y yo las preciso con urgencia, antes de que los albañiles terminen porque la idea es amurarla a la pared del baño. Ambos sabemos que no voy a ir a otro carpintero. “Hacelo vos”, contesta, señalándome con las cejas una mesa de trabajo.
Siempre le esquivé al trabajo manual. No sólo me considero un inepto, siento además que es tiempo perdido, tiempo que uno le saca, por ejemplo, a leer y escribir. ¿A quién se le ocurre que la vida pase por una madera? Raúl se ha pasado la vida encerrado en ese galpón y me da lástima porque siento que hizo lo que pudo, no lo que quiso. Me cuesta creer que alguien opte por vivir cortando, lijando y atornillando maderas. Me cuesta creer que ser carpintero sea una primera opción.
Al día siguiente la puerta está abierta y Raúl me ve estacionar. Levanta las cejas, deja la sierra arriba del banco de trabajo, se limpia las manos en el delantal y sale a ayudarme. Bajamos las maderas del baúl y las apoyamos en una mesa que será mi rinconcito de trabajo. Se toma un momento y acaricia la madera, deja la palma apoyada arriba como si fuera una mascota perdida que acaba de volver. “Saligna”, dice. Hago silencio. “Saligna”, repite. “Es madera de eucalipto”. No sé si eso será bueno o malo para el fin que le voy a dar. Pero el hecho que no sea pino, me tranquiliza. Tiene que ser mejor que eso.
Me alcanza tres lijas distintas. Me explica que primero le pase la gruesa con la lijadora, después la mediana y finalmente, a mano, la más fina. ¿Por qué a mano? Pregunto. “Porque la última tiene que ser una caricia y darle tiempo para que respire”.
Empiezo a lijar con la fuerza y la energía suficiente para que esto acabe pronto. Raúl, a unos metros, silba una canción de Abel Pintos mientras adhiere quirúrgicamente una pasta -que más tarde sabré que es masilla- a un rincón insignificante de la madera. La radio en AM mal sintonizada transmite un programa con poco contenido y mucha publicidad. A cada momento escucho la canción pegadiza de colchones Canon.
Empiezo a lijar con la fuerza y la energía suficiente para que esto acabe pronto. Raúl, a unos metros, silba una canción de Abel Pintos mientras adhiere quirúrgicamente una pasta -que más tarde sabré que es masilla- a un rincón insignificante de la madera
Para el mediodía ya pasé las tres lijas y tengo lista la laca para pintar, mientras él todavía se entretiene untando la masilla a la madera como la manteca al pan. Terminé, digo triunfante, como si fuera una carrera. Él se limpia las manos antes de hablarme. Lo que dice es poco, se limita a aclarar que la laca no va a tapar esa mancha y que si quiero color le ponga Cetol. Me mira disconforme, como si fuera un hijo rebelde que no tiene cura. No es mancha, es apenas agua del trapito húmedo que le pasé, le digo, y empiezo a pintar. Entonces, por lo bajo, sin ganas pero sin poder evitarlo, dice que la estoy lastimando, que sin paciencia no sale, que a las cosas hay que darle tiempo.
Lo que pensé resolver en una mañana me va a llevar tres días. La aureola de agua en la madera cobró dimensión con la laca y ahora quedó peor que antes.
Al día siguiente vuelvo dispuesto a escucharlo, y a aprender. Empiezo por el principio: lijar, desandar el camino. Raúl, en la misma posición que el día anterior, me mira cada tanto. La radio distorsionada y la propaganda de Canon. Me concentro en lo que hago. Le voy preguntando, cada tanto, si voy bien. Tengo que llevar toda la madera al mismo tono sin rayar las vetas. “Las vetas, el dibujo, es lo que da personalidad, lo que le da vida”, me dice. Voy y vengo con la lija. Me detengo. Limpio el polvillo con un trapo seco y sigo. Los ángulos los lijo a mano. La fuerza tengo que hacerla de menor a mayor y en forma gradual. Tengo que ser cuidadoso en no pasarme, sino la madera pierde ese color rosado y se va al blanco. Antes de pasarle la lija más fina la dejo reposar un rato para que descanse. La madera, no yo.
Pienso, mientras lijo, que lo que Raúl dice se puede trasladar a la escritura: tomarse el tiempo, ser paciente, no apresurarse, dejar que el texto respire, que descanse. Recuerdo un relato de Leila Guerriero llamado “Hay que amasar el pan” donde habla de la escritura. No se trata del acto en sí, sino de forjar un carácter.
Me pierdo en asociaciones y el cuerpo sigue lijando como un autómata. No sé cuánto tiempo pasó, ya no escucho la canción de Canon y levanto la cabeza para ver si Raúl sigue allí, a unos metros, en su banco de trabajo. De repente ya es mediodía y no hice otra cosa que lijar.
Me pierdo en asociaciones y el cuerpo sigue lijando como un autómata. No sé cuánto tiempo pasó, ya no escucho la canción de Canon y levanto la cabeza para ver si Raúl sigue allí, a unos metros, en su banco de trabajo. De repente ya es mediodía y no hice otra cosa que lijar. Lijar, se me ocurre, es corregir, sacar lo que estaba, quitar las malezas, llevar el texto a su esencia, ir al corazón, que la madera queda del color original, ese rosado único. Pienso en la “teoría del iceberg” de Hemingway. Él escribía el relato completo y después eliminaba hasta el ochenta por ciento de su contenido, dejando única y exclusivamente lo esencial. Los lectores, entonces, completan la interpretación. El significado más profundo de una historia no debería ser evidente en la superficie, sino que debería brillar de forma implícita. Pintar, entonces, es la punta del Iceberg, apenas lo visible, y acaso lo menos importante.
Ya es la tarde y seguimos ahí. Raúl contesta un audio, dice “ya voy”, dice “ya estoy terminando”, y pone el agua para el mate. Va a quedarse todavía un rato más, va a elegir seguir con la madera a cualquier otra cosa. Volvemos al silencio. El último cruce de palabras que tuvimos fue al mediodía, cuando salí a comprar algo para comer y le pregunté qué quería. Me gustaría contarle lo que estoy pensando, que los escritores también dicen que los textos tienen vida propia, por ejemplo. Pero no digo nada, seguimos así, con este silencio cómplice, liviano, que no pesa con el correr de los minutos, que al contrario, flota, como flota el tiempo en la carpintería de Raúl.