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La ciudad del polvo y el viento (oda a la Naturaleza)

En las fértiles llanuras de Sudamérica, a solo un centenar de kilómetros de una bulliciosa capital, se extendía la ciudad de Mercedes. Sus calles, testigos de siglos de historia, eran el corazón de un dilema ancestral, una silenciosa batalla entre el ímpetu humano por el «progreso» y la sabia voz de la Naturaleza.

Sus habitantes, gentes de campo y de ciudad, habían abrazado una extraña costumbre. A través de las diligentes manos de las cooperativas y de las decisiones tomadas por los gobernantes, se había decretado que la tierra, esa misma que había dado vida a sus árboles y sustento a sus cosechas, debía ser extraída y envasada. Así, como por arte de magia, montones de tierra embolsada comenzaron a aparecer por doquier, apiladas al aire libre, sin un destino claro. Las bolsas, de un material que la tierra no podía digerir, se acumulaban, y el sol y la lluvia las desteñían y las agrietaban.

Como por arte de magia, montones de tierra embolsada comenzaron a aparecer por doquier, apiladas al aire libre, sin un destino claro

El río Luján, arteria vital de la región, se había convertido en el confidente silencioso de este sinsentido. En cada brisa fuerte, en cada tormenta, las bolsas, livianas y vulnerables, eran arrastradas por el viento o por las corrientes que corrían por las zanjas y desagües, terminando siempre en los brazos del río. La Naturaleza, en su infinita paciencia, veía cómo sus propias entrañas, el suelo, eran envasadas en un material que la agredía y que terminaba por asfixiar el lecho del río que la alimentaba.

Un día, la Sabiduría Ancestral, que habitaba en los viejos sauces a la orilla del río, se manifestó a través del viento. «¡Oh, humanos de Mercedes!», susurró la brisa, «vuestra tierra es valiosa, pero vuestra forma de guardarla no lo es. ¿Por qué la aprisionáis en ropajes que no se disuelven, que no regresan a la tierra? ¿Acaso no veis que una batea o un simple contenedor podría resguardarla sin dañar al río?».

«¡Oh, humanos de Mercedes!», susurró la brisa, «vuestra tierra es valiosa, pero vuestra forma de guardarla no lo es. ¿Por qué la aprisionáis en ropajes que no se disuelven, que no regresan a la tierra? ¿Acaso no veis que una batea o un simple contenedor podría resguardarla sin dañar al río?»

Pero las decisiones políticas, tomadas en conciliábulos donde la voz de la Sabiduría rara vez era invitada, argumentaban que el «costo» de una solución sostenible era demasiado alto. Sin embargo, el Río Luján, que tragaba una y otra vez las bolsas de tierra y plástico, no entendía de cifras ni de presupuestos. Solo conocía el lenguaje de la contaminación, del ahogo lento de sus peces y de la tristeza de sus riberas.

La ciudad de Mercedes, con su corazón en las cooperativas y su mente en decisiones que no lograban consensuar el pasado con el futuro, continuaba en su dilema. Seguían embolsando la tierra, sin saber que cada bolsa era un pedazo de su propia alma que se escapaba, llevada por el viento, directo al río, ese mismo río que había sido la cuna de su civilización y que ahora se convertía en el testigo silencioso de su gradual autodestrucción.

La fábula de Mercedes aún no tiene un final, pues el diálogo entre la Tierra y el Hombre sigue abierto, esperando que una de las partes se decida, por fin, a escuchar.

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