Inicio Opinion Domingo Faustino Sarmiento

Domingo Faustino Sarmiento

Por Susana Spano

Hace más de cien años, llegó a la Argentina el escritor español Vicente Blasco Ibáñez invitado a la celebración del Centenario de la República Argentina, un acontecimiento que contó, además, con la visita de personalidades notables.

El viaje lo deslumbró de tal modo que decidió escribir un libro: “Argentina y sus Grandezas”.  En el prólogo explica su deseo de mostrar al Viejo Continente la situación de un país sudamericano que, por remoto, era considerado casi salvaje.

El primer asombro fue la extensión y variedad de climas del país, así como el desarrollo del comercio y la activa vida social pero lo que más lo maravilló fue la educación de la que expresa:

“La enseñanza es la función más importante de la vida de la República. En todas las naciones las escuelas se construyen para los pueblos: en la Argentina los pueblos se forman para las escuelas. No hay provincia ni territorio donde no se advierta el regio poder de la enseñanza… Es la escuela, el núcleo creciente de la vida culta en un radio de muchos kilómetros… En torno de esta casita se formará algún día un pueblo. Nacieron las ciudades en el viejo mundo, amontonándose hombres y viviendas junto a las fortalezas y los templos. En Argentina es la escuela la que cuaja y condensa las agrupaciones humanas”.

Y agrega:

“Forman las escuelas a modo de una red tendida sobre el territorio de la República, cuyo extremo se halla en Buenos Aires, entre las manos del Consejo Nacional de Educación. La enseñanza es gratuita y obligatoria, pero de verdad, sin mentidas declamaciones. Nadie se escapa de sus mallas. El hijo del país y el hijo del inmigrante van a la escuela, pues nada se opone a ello; ni la falta de medios ni lo largo de las distancias. La instrucción se encuentra en todas partes.
Un maestro, un educador genial pasó por la presidencia de la República, y su influencia está latente aún y estará por los siglos de los siglos, ya que las nuevas generaciones se modelan en el troquel fabricado por Sarmiento”

Han pasado los años, los argentinos aún se debaten entre la admiración o el oprobio. Aún no nos decidimos a entender la obra de Sarmiento, ni el legado que nos dejó. Preferimos, según una práctica habitual, perdernos en la crítica o  el enjuiciamiento.

En el camino, entre tantas cosas que perdimos, dos millones de jóvenes argentinos urbanos, entre los 15 y 24 años, no estudian ni consiguen trabajo; muchos chicos mueren de hambre, la escuela se ha convertido en un dispensario donde los niños acuden a comer, no a estudiar, los edificios están destruidos, los maestros mal pagos y el futuro no se construye en torno a la escuela. La educación es solo  tema eventual de campañas políticas e, irremediablemente, queda relegada al olvido en un cajón porque, como alguien dijo por allí: “la educación no vende”.

Sin embargo, hubo una vez un niño muy humilde que nació en Carrascal,  uno de los barrios más pobres de San Juan;  su madre levantó con sus propias manos la única pieza de la primigenia casa paterna, que lo cobijó junto a sus hermanos.  Para ayudarla, dejó la escuela y  fue dependiente en una tienda de abarrotes… Cierto día, llegó hasta sus manos un libro que narraba la historia de Grecia y Roma; las aprendió de memoria  “esto mientras vendía yerba y azúcar, y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él”, dirá en  “Recuerdos de Provincia”

Más tarde quiso ingresar en el Nacional Buenos Aires  pero no tuvo fortuna. Sin embargo no se desalentó. Comenzó a escribir y fundó su primer periódico “El Zonda”. Sufrió persecuciones por sus ideas, cruzó varias veces la cordillera para refugiarse en Chile y un día escribió, en medio de las montaña, la frase que aún puede leer el viajero: “Bárbaros, las ideas no se matan”…

El joven que aprendió a leer solo, en francés, abrevó en los autores de la época. Lo tildaron de “loco”, “utópico”, “teórico”… sin embargo él tenía una clara idea de lo que estaba haciendo, sus pies perfectamente instalados en el suelo; casi nada de lo que hizo o pensó era ilusorio; poca gente hubo nunca en el país que lo viviera en la forma y el estilo tan concretos como él lo vivió.

Lo que fascina, al abordar su vida, es esa infrecuente integración entre vida y obra;  observar cómo su vida se va completando en todos los niveles de la jerarquía, cómo de la humildad provinciana, paso a paso, va acertando en todas las empresas que acomete y cómo, en cada una de ellas, da la nota más alta, como si le hubiera bastado proponerse la grandeza para llegar a poseerla.

Pero de todas las empresas que emprende, la educación será la palanca transformadora. Se convertirá en un especialista y  un creador, en un obsesionado y un vidente que hará de la escuela, no solo el eje de toda vida social verdadera, sino la garantía de un verdadero progreso humano.

Vida tan extensa, intensa y múltiple; obra tan dilatada y variada, material tan inmenso, resonante y renovador, no pueden ser presentados en tan breve espacio; pero sí es lícito recordar que hoy, en pleno siglo XXI, enfrentamos el desafío que desveló a Sarmiento: incorporar a través de la educación a nuestros niños y jóvenes. Por eso la mejor manera de recordarlo,  es la de renovar el compromiso con una tarea que nos ha quedado pendiente: la tarea de civilización, que no solo no se ha logrado completar sino que, como vemos a diario, retrocede con rapidez.

Aquellos que aún siguen criticándolo no creo que disientan con él cuando decía a la dirigencia de su época:

“¿No queréis educar a los niños por caridad? Hacedlo por miedo, por preocupación, por egoísmo, moveos, el tiempo urge, mañana será tarde” (…)
“Vuestros palacios son demasiado suntuosos al lado de barrios demasiado humildes. El abismo que media entre el palacio y el rancho lo llenan las revoluciones con escombros y con sangre pero os indicaré otro sistema de nivelarlo: La Escuela”

Estamos lejos de estas ideas, las hemos reemplazado por las palabras utilitarismo egoísta y el descarnado economicismo que nos caracteriza. Pero ha llegado el tiempo en que debemos volver a estas ideas. Hoy, más vigentes que nunca, pues urge hacer algo para reducir la brecha que media entre los palacios y las chozas; entre los que saben y quienes no saben o saben cada día menos, aunque parezcan saber algo.

La República Argentina enfrenta hoy el mismo desafío que a fines del siglo XIX. Es momento, pues, de reflexionar sobre lo que se hizo en aquella época: la unión del pensamiento con la acción, la lucha por la idea unida a la preocupación. El drama de la Argentina sigue siendo el mismo que describía Sarmiento en su época y si no hacemos algo por reducir la brecha creciente entre los que tienen y los que no tienen, entre los que saben y los que no saben, estos jóvenes y los hijos de estos jóvenes no podrán vivir en la Argentina del futuro. No nos protegerán las rejas, los policías, las custodias. Habremos perdido para siempre el tejido esencial que mantiene cohesionada a  la sociedad, que es el de los valores compartidos. No es casual que muchas personas que trabajan con jóvenes comenten que no logran comunicarse con ellos porque se ha perdido el léxico común, la lengua, que es uno de los lazos fundamentales que nos unen.

Por eso hoy, en el día en que se fue, pensando que había hecho lo que se había propuesto, es justo pensar que tenemos una deuda  por cumplir: reconstruir el legado que nos dejó y recordar sus proféticas palabras:

“El solo éxito económico, nos transformará en una próspera factoría pero no en nación. Una nación es bienestar económico al servicio de la cultura y la educación”…

Hace más de cien años llegó un viajero desde Europa y quedó deslumbrado por nuestra enseñanza: fuimos el asombro del mundo; nuestra universidad brilló un día; teníamos un proyecto de país y de educación…

Hoy, en su día, que es el día de todos quienes con orgullo se llaman “maestros” el mejor homenaje que podemos tributarle es seguir su sabio consejo:

“Hagamos de la Argentina una Escuela”

* La profesora Susana Spano es directora de Radio FM Fénix 93.9