Inicio Una mirada de la ciudad Un tiempo no apurado

Un tiempo no apurado

Un nene arrodillado encastra las últimas dos maderas que cierran un gran rectángulo. “Es el país donde se fue el abuelo”, le dice a su madre. “Qué lindo”, responde ella. Quizás por su gesto o por el vicio de mi profesión, pienso en la muerte del abuelo, en la idea del viaje que a veces los padres les transmiten a los hijos.

A pocos metros, una nena le insiste a su abuela que se meta en la carpita y le lea un cuento más. A la abuela le cuesta sentarse, pero lo hace con la advertencia de que es el último, que después a jugar afuera, porque están por cerrar. La nieta, sin escucharla, va apilando libros y se los alcanza todos juntos: «Primero este, después este y después este», y se sienta, como una indiecita, dispuesta a entrar a un mundo de fantasías.

Un poco más acá, otra nena juega con muñecos de madera. Introduce la pierna de una figura de hombre en el torso agujereado de la figura de una mujer. “Son papá y mamá” le dice su hermana mayor, o quizás una tía. Mientras tanto una de las chicas de remera “Estación Juego” aprovecha los espacios vacíos para ir guardando los materiales.

Es sábado y estoy en uno de los galpones de La Trocha donde –por primera vez– la Estación Juego se abre al público en general. Fernanda, otra de las coordinadoras del sector “hacer con las manos”, me cuenta que esos muñecos de maderas vienen con orificios de encastre porque sirven para trabajar la integración, la idea de equipo, de grupo, el valor de la solidaridad y de ser con otros. También hay juegos mucho menos estructurados, dice, que fomentan la creatividad y la imaginación y está aquel –señalando el sector donde el nene sigue construyendo bajo la atenta mirada de la madre– para construir ciudades.

Un bebé con chupete que apenas puede mantener el equilibrio juega en el sector Montessori. Toca con insistencia la tecla de la luz y, al hacerlo, mira las luces encendidas del techo. Hay algo que no funciona, pero sigue prendiendo y apagando. Al rato se cansa y desafía su equilibrio con los rieles del viejo tren que atraviesan el galpón.

Gabriela Olivella es directora de Niñez y Adolescencia, perteneciente a la Secretaría de Desarrollo Social, y es una de las impulsoras de este proyecto.

–Surgió porque Juani nos había pedido que empecemos a trabajar con las nuevas tecnologías. Se empezó a ver el tema del Grooming para las adolescentes, las consecuencias del uso excesivo del celular y otras temáticas, pero eso era una parte. La otra parte era que creíamos importante ofrecer alternativas a ese grupo de temas, no criminalizarlas, sino ofrecer un espacio distinto que proponga juegos para los más chicos.

Así nace Estación Juego. Un proyecto que también incluye al área de cultura.

–Este es el sector de ciencia y arte. En el galpón del medio está la parte escénica, un sector llamado “comedia del arte” donde los chicos pueden vestir muñecos de madera que son figuras del teatro. Hay otro sector donde pueden generar sus propios protagonistas y armar una obra del teatro de sombras. Y en la entrada está la plaza de los mangrullos, el museo del tren y la oficina de tramitar los miedos. Y afuera están los juegos. Son juegos que no suelen verse en las plazas y es la parte del desarrollo motor, digamos.

–¿Quién diseñó los juegos?

–Andrea Moleres. Ella es especialista en juegos y ya venía trabajando con nosotros en los jardines de primera infancia. Pablo Blasberg se encargó de la gráfica.

Son casi las cinco. La estación de juegos está por cerrar, pero Gabriela describe, sin apuro, cada sector, cada juego.

–La idea es que tenga una coherencia, por ejemplo la historia de la escritura: la cueva de las manos, los jeroglíficos, la creación del papel y el grabado –dice señalando cada juego con la mirada– Que tenga una continuidad lógica. Después viene la parte del cine y el movimiento, y por allá –al fondo– la réplica de los cuadros de tres autores mercedinos de una forma distinta.

La Estación Juego abrirá cada quince días, los sábados del mes en los que no está el mercado sustentable.

–La particularidad que tenemos acá es que todo esto hay que desmontarlo y guardarlo. Todos estos juegos hay que plegarlas para que quede lo más compacto posible. Para eso se contrató a Julieta Pietrzykowski que es diseñadora industrial y hubo que buscar mucho material.

Un reloj sin agujas cuelga en el centro del galpón. Es el emblema de la propuesta que alude a la letra de “La marcha de Osías” –conocida canción de María Elena Walsh– “…Quiero tiempo, pero tiempo no apurado, tiempo de jugar que es el mejor…”

Frase que queda levitando en el aire caliente de esta tarde de sábado. La Estación Juego se va cerrando, quizás los chicos no lo sepan, pero ya son las cinco. Para ellos el reloj no tiene agujas. Ahora, la puerta que cierra el galpón, se ha transformado en un arco de fútbol. Cuatro chicos entre ocho y doce años patean una pelota. Uno propone jugar un partido. Otro, el que lleva unos botines fluorescentes, quiere atajar y supone que el resto también. Dirige, entonces, un «tatetí, suerte para mí» con suficiente astucia y rapidez para salir elegido arquero. Los otros, más chiquitos, no perciben la trampa.

De la oficina de tramitar miedos sale Juliana, mucho más liviana, con un certificado que sostiene con ambas manos. Es la última nena en hacer el trámite. El hombre de saco y corbata encargado de la gestión cierra con llave la oficina para que ningún miedo infantil se escape.

Minutos antes se había dado el siguiente diálogo:

–¿Cómo te llamás?

–Juliana.

–¿Cuántos años tenés, Juliana?

–Cinco.

–¿Y cuáles son tus miedos?

–Tengo miedo a las víboras y los leones.

–¿Desde cuándo?

–Desde que mi mamá me contó un cuento donde las víboras se comían a las personas.

–¿Y como es el tamaño de tu miedo? ¿Chiquito, mediano o grande?

–Mediano.

–¿Qué hacés cuando te agarra el miedo? ¿Gritás, llorás, te vas…?

–Nada.

–¿Sabes escribir tu nombre?

–Si.

–Escribí tu nombre acá y lo vamos a sellar. Le vas a poner todos los sellos que quieras. Te vas a llevar el certificado y vamos a dejar el miedo acá. Si querés podés mostrarle el certificado a tu papá, o a tu mamá, o a quien quieras. Y si no querés, no se lo mostrás a nadie. A partir de ahora, cuando te agarre miedo, te vas a acordar del trato que estamos haciendo acá y del certificado. Y si tenés nuevos miedos, venís que te voy a estar esperando.

Juliana, con un miedo menos en la mochila, tira de la mano de su padre y lo lleva al playón donde la Murga de la Ribera empezó con sus ensayos para los próximos carnavales. Hay chicos de todas las edades formados en una escuadra. Los bombos y los platillos empiezan a sonar y Juliana, junto a otras nenas que bajan del mangrullo, se pone a bailar. Un aplauso contagioso marca el pulso, alguien grita “quién se perdió” y todos ríen. Uno de los bombos lleva la inscripción “te la tomaste chinvergüencha” y otro, “Abu, para que desde el cielo escuches mi sonido”. Hay dos coordinadores que no se ponen de acuerdo en la coreografía.

En uno de los puestos que venden agua caliente y tortas fritas una señora le pregunta a otra “¿Ahora es todos los fines de semana el ruido ese?”, “Si, de ahora en más es todos los findes”.

Más allá, un pibe de veintipico flota en el aire, hace equilibrio con un pie en una soga que atraviesa una de las vías y una chica se contorsiona en las alturas colgada de una tela. Todo, bajo la atenta mirada de un grupito de púberes.

Nadie se ha ido de La Trocha, los adultos han armado rondas de mates debajo de los árboles y los chicos juegan, corren, saltan, miran, bailan. Las agujas del reloj siguen ausentes.

Un hombre hace figuras con los globos y le da una ametralladora a un niño que, corriendo, le muestra contento a la mamá. En eso se levanta un viento que hace volar todas las producciones de pintura que un rato antes, el mismo nene, había hecho en la Estación Juego. Hay otros chicos que no tienen armas ni globos. Entonces agarran ramas del piso –que ahora son pistolas– y se corren disparándose.

En el juego de las montañas de madera un nene busca captar las miradas de las nenas diciendo “así se hace” saltando de una montaña a otra. El bebé que encendía las luces deambula entre los juegos. Se acerca a un grupo de madres que toman mate y se queda allí, parado, mirándolas. Una de las mujeres le ofrece una torta frita. El bebé escupe el chupete, la empieza a comer, y sigue deambulando.

Cae la tarde. La sombra del galpón crece y algunos empiezan a abrigarse casi sin darse cuenta, mientras siguen con lo suyo.

El tiempo, en La Trocha, logró ser un tiempo no apurado.