Es octubre de 1992, tengo once años y estoy de la mano de papá en el mástil de la plaza San Martín. En realidad no sé si estoy de la mano, pero prefiero recordarlo así. Hay un acto ceremonial. Son esas imágenes que quedan grabadas para siempre, no sólo por tratarse de un recuerdo junto a mi viejo, sino también porque la prueba de que aquel día existió está a la vista de todos.
Allí está el intendente Julio César Gioscio y hay un montón de personas bien vestidas. No es un acto más. Van a enterrar un cofre y todo lo que sucede allí tiene un aura trascendental: el discurso del intendente, el modo como manipulan el cofre antes de depositarlo, los gestos de quienes son protagonistas de semejante evento, y finalmente las miradas que contemplan la placa de cemento, como quien mira la madera del cajón en el entierro de un ser querido. Todos allí saben que no volverán a ver los objetos preservados en el cofre, porque aquello es un mensaje a la gente del futuro. Me veo atento a todo, emparentando el misterioso acontecimiento a las novelas de aventuras que solía leer, en las que alguien, en alguna época de un pasado infinito, deposita un tesoro con riquezas inimaginables y que ahora, el protagonista de la historia, por casualidad, encuentra retazos del enigmático plano.
Más tarde, mi viejo me va a contar que ese cofre –todavía enterrado en la plaza San Martín, en la esquina de 24 y 29– contiene distintos objetos referidos a la ciudad y que permanecerán allí, guardados durante cien años, hasta la reapertura pautada para el año 2092. Allí está el escudo de Mercedes, hay dinero de la época, banderines, algunos libros emblemáticos de la ciudad, planos, mensajes de los vecinos, diarios y revistas, y algunos videotapes (me pregunto quién tendrá en el año 2092 una videocasetera que funcione).
Supongo que allí, en la dimensión temporal, radica también el peso del recuerdo.
En la extrañeza de imaginar, a los once, el mundo del futuro. Un futuro tan lejano que implica fantasear la propia muerte, una época que excede incluso mi existencia. Un mundo tan ajeno que, por entonces, imaginaba habitado por robots. Robots desconcertados que un buen día abren el cofre y observan con meticulosa actitud los mismos objetos que un rato antes mis propios ojos habían visto por última vez. Algo que a esa edad resulta inverosímil pero que sin embargo, allí, a tres cuadras de mi casa, descansaría para siempre la evidencia de lo real.
Hoy, 28 años después, cruzo la plaza San Martín de la mano de mi hija y me detengo por un momento allí, frente a la placa, a la altura del mástil. Ella me mira extrañada, esperando quizás una explicación. Le cuento lo sucedido –haciendo más énfasis en la anécdota de su pequeño padre con su abuelo que en el contenido del cofre– y me surge entonces, como un juego, el siguiente planteo: si hoy mismo tuviera que atesorar un cofre para ser abierto por nuestra descendencia dentro de doscientos años, con obras de artistas contemporáneos u objetos que retraten la ciudad de nuestra época; sus costumbres, su gente, ¿qué elementos incluiría?
Se me ocurre que una pintura de acuarela del artista Jorge Swinnen no puede faltar. Cualquiera de ellas en las que plasma los edificios icónicos del centro mercedino: la Municipalidad vista desde la confitería El Cabildo, El Cabildo visto desde la Municipalidad, la entrada de Tribunales de la calle 26, el sector de la plaza y la iglesia Catedral que se observa desde la posición del correo, la pintura de La Recova, en fin, son varias. Pero si tuviera que elegir una para la prosperidad porque quizás sea la imagen que primero desaparezca en el futuro, me quedo con la pintura que retrata el puesto de diarios y revistas de la plaza San Martín, donde se ve detrás el teatro Argentino “Julio Cesar Gioscio”.
Conservaría cuentos y poemas de autores de nuestro tiempo en una carpeta hermética. En ella colocaría, por ejemplo, alguna de las historias de Andrés Monferrand. “Jirafales”, se me ocurre. El cuento sobre el legendario profesor de la serie mexicana “El chavo del ocho”. El relato gira en torno al momento en que el circo del profesor Jirafales llega a nuestra ciudad y, lejos de ser un éxito, todo parece indicar que el pueblo mercedino le dará la espalda
Si pienso en pinturas de edificios emblemáticos y lugares característicos de la ciudad de nuestro tiempo, resulta imprescindible guardar allí el calendario 2020 de la artista Betty Campi de Mouhsen. Doce reproducciones de algunos de sus cuadros donde vemos, por ejemplo, la estación de La Trocha, el correo Argentino, el colegio Nacional y el Instituto Unzué.
Conservaría cuentos y poemas de autores de nuestro tiempo en una carpeta hermética. En ella colocaría, por ejemplo, alguna de las historias de Andrés Monferrand. “Jirafales”, se me ocurre. El cuento sobre el legendario profesor de la serie mexicana “El chavo del ocho”. El relato gira en torno al momento en que el circo del profesor Jirafales llega a nuestra ciudad y, lejos de ser un éxito, todo parece indicar que el pueblo mercedino le dará la espalda. Un cuento humorístico que es una gran excusa para describir con mucho conocimiento la vida del pueblo y a determinados personajes mercedinos en su hábitat natural. Si pienso en Hernán Casciari, el embajador literario de Mercedes, atesoraría –como resumen de su literatura para los pobladores del futuro–, el catálogo sobre las 190 formas de ser mercedino. No me imagino cuáles serán las variaciones del lenguaje dentro de doscientos años, pero si tuviera que dejar características de nuestros modos, conservaría el video en el que Lucas Guinot relata por qué nos comemos las «eses» los mercedinos, o bien, algunos afiches aclaratorios del diccionario mercedino – español que fuera ideado para un evento de Literal Mammbo.
De pronto, lo que inició como un juego pasajero, va construyendo una telaraña de asociaciones en la que estoy atrapado durante días, y mientras pelo una cebolla, me pregunto ¿esto lo incluiría? ¿y aquello? ¿y por qué no lo otro?
Muchas de las canciones de Walter “Chori” Perruolo podrían viajar al futuro. Muchas de sus letras son orgullosamente locales. Lo que haría –a riesgo de que corra la misma suerte que los tapes de 1992 donde difícilmente podrán reproducirse– es elegir el video de la canción “Los mosqueteros”
Muchas de las canciones de Walter “Chori” Perruolo podrían viajar al futuro. Muchas de sus letras son orgullosamente locales. Lo que haría –a riesgo de que corra la misma suerte que los tapes de 1992 donde difícilmente podrán reproducirse– es elegir el video de la canción “Los mosqueteros” que hoy fácilmente lo vemos en Youtube. En él, la canción está acompañada de las pinturas magistrales de José “Fifo” Roggero, “el pintor del pueblo”, a quien no incluyo en forma directa en el juego por el capricho de ponerme como condición que fueran autores contemporáneos.
Otro video que enviaría al futuro como quien lanza un mensaje en una botella al mar, sería un fragmento de los carnavales mercedinos: las comparsas, las murgas, el colorido, las luces que cruzan la 29, los chicos jugando con la espuma, las parrillas callejeras con el aroma de los choris –¿Existirá el choripán dentro de dos siglos?– y la singular voz con sus entonaciones actorales del locutor Fernando Luna.
Claro que este peligroso juego no concluye acá. Mientras sigo enredado en la búsqueda del material pertinente, tanto el planteo como el cofre quedan abiertos. Cada uno podrá agregar allí lo que quiera. Hay tanto material para conservar y tan diverso como monedas en la fuente de los deseos.
De modo que si quiere acercarse al cofre para depositar algo, para ello aquí abajo están los comentarios.