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Mercedes Gutiérrez de Tabossi: «El arte es sanador»

Mercedes Gutiérrez de Tabossi abre la puerta de su taller de calle 18 casi esquina 27, su segunda casa, en la mañana de un martes post temporal en la ciudad de Mercedes para recibir a este medio.

Tal cual lo acordado, la idea es compartir parte de su historia y de la historia del arte local. De cuando estaba escondida en una galería en lo alto, en un “pueblo chato” con un solo taller activo que era el de Héctor Cueto y se animó a abrir otro, hasta la preocupación por hacer la vidriera en la actualidad y disfrutar del gran desarrollo de incontables espacios como el suyo que ofrecen libertad y autonomía a quienes quieren expandir su actividad y aflorar su lado artístico en distintas disciplinas en la ciudad.

Quizá alguien haya leído apenas hasta el quinto renglón de esta nota o lo haga hasta el octavo párrafo, pero quien llegue al final o se anime a más podrá encontrar algo para sí en esta entrevista, en la que esta mujer que iba a ser farmacéutica termina siendo formadora de personas y encuentra en el arte la receta para seguir activa, a sus 67 años de edad.

“El Taller del Sol se gestó hace 42 años cuando comencé a trabajar aquí en Mercedes. Mis tíos me cedieron un espacio arriba en la galería Metro, donde pude empezar a trabajar. Estuve allí alrededor de 10 años y luego me mudé al actual Taller del Sol, en calle 18. Fue un proceso de crecimiento y adaptación a las necesidades de la comunidad, ofreciendo un espacio creativo para niños, jóvenes y adultos”, cuenta Mercedes en el marco de la extensa charla, en la que se va distendiendo y desgrana hechos mientras una de sus hijas trabaja –casi imperceptible– en otro espacio del taller con una alumna.

Así va nombrando distintos tópicos que la llevan a las raíces, a su abuelo Santiago y su hermano Lorenzo, quienes llegaron desde Génova en barco. Cuenta que mientras Lorenzo se estableció en Buenos Aires, Santiago fundó una panadería: la 25 de Mayo. Mercedes remarca que su abuelo fue siempre “un visionario”, empresario, que incluso compró campos y arregló acuerdos con los ingleses para comprar Gath & Chaves, que luego sería la Galería Metro, un espacio con una presencia muy arraigada en la comunidad, en funcionamiento desde los años 40. “Siempre ha sido un espacio vital en la comunidad, con inquilinos que han estado allí durante décadas. Actualmente, la galería está ocupada por una variedad de negocios, desde inmobiliarias hasta estudios de diseño, de pilates, una radio, creando un ambiente familiar y especial”, cuenta Mercedes, quien este año se ha esmerado en la creación de un pesebre allí: “Decidí agregar un toque navideño a la galería creando un pesebre con figuras de madera tallada de un solo bloque de pinoteas hermosísimas que me las cedieron muy gentilmente. Están Jesús, la Virgen María y San José, y armé todo un escenario con luces y con materiales. Quería cambiar la tradición de solo árboles y decoraciones más comerciales. La respuesta fue positiva, y la vitrina con el pesebre ahora es parte de la decoración navideña, brindando un ambiente cálido y festivo a la galería”, dice.

La charla vuelve a su vida, en la que Mercedes desafía una suerte de destino marcado, por lo que finalmente se dedicó al arte: “Estudié en Buenos Aires, me recibí de Profesora Nacional de Pintura y de Grabado, y había un destino que en realidad nunca me lo dijeron, pero yo tenía esa sensación de que no podía cortar la tradición familiar que venía de mi bisabuelo asturiano que llegó a los 14 años acá a Mercedes, y lo mandaron de Asturias donde había una hambruna terrible para que el mayor aunque sea se salvara. Y después, si era posible, traer al resto de la familia. El empezó como cadete, bien de abajo, en un almacén de ramos generales. Después mi bisabuelo se casa con una francesa, también en este barrio del taller se conocen y forman una familia. Ahí nace mi abuelo Rafael Carlos Gutiérrez, que él sí ya puede estudiar en la UBA y se recibió de farmacéutico y de bioquímico. Este lugar donde estamos ahora sentados era el laboratorio de análisis y donde está la óptica en la 18 y 27 era el despacho. Luego la parte de atrás del despacho donde nosotros trabajamos era la botica, donde estaban todos los morteros y los frascos, y ellos hacían los medicamentos y por ejemplo, venía alguien decía “ay, don Gutiérrez tengo una verruga que me está molestando”. Y él le hacía un preparado. A veces no iban al médico, simplemente iban al boticario y se lo resolvía”, cuenta Mercedes y detalla que luego su papá, Rafael Gutiérrez, también sigue la tradición con el nombre y estudia farmacia y bioquímica en Buenos Aires: “No termina la carrera, se recibe de óptico, pone una óptica acá ya que mi abuelo le da el espacio, y junto con la farmacia, a un costado, estaba la óptica de papá”.

Mercedes, hija única, no tenía ningún tipo de problemas con el estudio: todo le interesaba, era una joven curiosa y tras su paso por Misericordia, Colegio al que fue desde jardín hasta el secundario, parecía que todo estaba marcado: “Yo dije, bueno estudio farmacéutica, total no me va a costar, tengo todo y sigo con la tradición familiar. Así fueron dos años de estudio en la UBA, para luego darme cuenta de que no era mi vocación. Así se los planteé a mis padres. Y cuando les dije que iba a estudiar Bellas Artes me dijeron “pero eso no es una carrera”, y me preguntaron de qué iba a trabajar. “Te morís de hambre, elegí una carrera como Arquitectura”, me decían. Y yo les contesté que ya me había equivocado una vez y no quería equivocarme dos, que Arquitectura no me gustaba y que estaba segura que lo que quería era hacer era Bellas Artes”.

Cuando les dije que iba a estudiar Bellas Artes me dijeron “pero eso no es una carrera”, y me preguntaron de qué iba a trabajar. “Te morís de hambre, elegí una carrera como Arquitectura”, me decían mis padres

La de la dictadura en os 70 era una época brava, y las facultades de Bellas Artes, de Psicología y de Filosofía eran espacios muy politizados. “No había seguridad, entonces lo único que mis padres me dijeron era que no vaya a la UBA, que en realidad era la Escuela Prilidiano Pueyrredón, me pidieron que ke inscriba en una privada e hice mis cinco años en el Instituto Santa Ana en Belgrano. Viví allá los dos primeros años en un pensionado de monjas, porque así me lo dijeron también, y hasta que conociera bien Buenos Aires y cómo manejarme no me molestó, porque éramos 10 compañeras que estábamos en la misma pensión y lo pasamos bien. Después de esos dos años me fui con mi prima y una amiga a un departamento y toda la carrera la hice así. Venía algunos fines de semana, otros me quedaba porque tenía entregas, y me acostumbré mucho a ir todos los días a una muestra o ir a talleres de diferentes pintores, artistas, a tomar clases, y a toda una movida cultural que me fascinaba y que en el pueblo no existía”, cuenta.

¿Y qué había en el pueblo, a principios de los 80?  “En 1982 cuando yo llegué me encontré con una ciudad para mí totalmente chata culturalmente hablando, y el único taller que había era el de Héctor Cuetos, que daba cerámica a los niños, y entonces surgió el taller mío al que acudían niños al principio. Yo hacía dibujo, pintura, grabado, modelábamos también y ahí en la galería estuve 10 años. Me costó remarla mucho porque yo quería llegar a los jóvenes y a los adultos. Los chicos terminaban la primaria y generalmente se iban, porque tenían más horarios, tenían más estudios, ya se habían puesto grandes. Entonces yo me quedaba con grupos de hasta 12 – 13 años más o menos y los chiquitos a partir de cuatro años. A los adultos no los podía enganchar de ninguna manera, no teníamos redes sociales como hoy y entonces sólo estaba el diario y yo misma llevaba folletos a las librerías, a las artísticas, a los negocios que tenía confianza y me los recibían. Todo fue a pulmón y bueno de a poquito fueron incorporándose adultos, se formó un grupo bastante interesante, pero costó un montón, porque la gente a la mañana generalmente trabajaba, luego a la siesta era siesta o mirar novelas, y tampoco había gimnasios ni la cantidad de talleres de arte ni nada de lo que hay ahora. ¿Quién iba a pensar en tomar clases de pintura?”, recuerda Mercedes Gutiérrez.

«Costó un montón, porque la gente a la mañana generalmente trabajaba, luego a la siesta era siesta o mirar novelas, y tampoco había gimnasios ni la cantidad de talleres de arte ni nada de lo que hay ahora. ¿Quién iba a pensar en tomar clases de pintura?»

De esa época, nombra a Gabriela Luna, quien fue una de las que se animó tras recibirse a dar clases de cerámica, y a la propia Marcela Cueto, a quien Mercedes tuvo de alumna en la Escuela Normal. “Junto con las clases del Taller tenía colegios, así que a la mañana estaba en Normal, Parroquial, Misericordia y San Antonio”, explica sobre su posibilidad de, en la docencia, abarcar el Arte como materia, y remarca la propuesta que tuvo en Parroquial de dar como materia “Historia del Arte” y por la tarde hacer otro tipo de talleres, como cerámica, escultura o arte con lanas para quienes estaban cursando el Profesorado. “El padre Cuchietti tuvo esa visión, cuando ningún colegio tenía estas materias alternativas”, agrega sobre una etapa muy activa de su vida que luego tendría un impasse, con el nacimiento de sus hijas: “Tomé menos horas y luego volví a retomar en el Colegio Santa María también y tenía toda la primaria de Santa María”, indica.

Hace 42 años que el Taller del Sol es su espacio y desde hace 32 en su dirección actual de 18 casi esquina 27. “Acá todo cambió. Tengo una vidriera a la calle abierta a la comunidad, todo el mundo pasa y uno va cambiando la vidriera de acuerdo festividades o al momento. Vamos colocando cuadros de los niños, de los adultos, vamos cambiando y la gente pasa, toca el timbre, pregunta, hay otra dinámica totalmente diferente a la que había en la galería”. El Taller resultó ser un ámbito de encuentro para mucha gente que no tenía dónde estar. “Desde el principio el taller es un espacio para crear, crecer y expresarse, y realmente creo que la gente que viene al taller encuentra eso. Y le pusimos Taller del Sol por ser un espacio alegre, para brillar, que pueda brindar calidez y de alguna manera dar luz a mucha gente, a niños, a jóvenes, a adultos. El Taller del Sol es mi segundo hogar. Es hermoso trabajar acá porque acá estuvieron mis antepasados, entonces lo siento realmente como propio. Es muy emotivo, muy fuerte para mí trabajar acá. Siento que hacemos otras mezclas, pero seguimos mezclando: antes eran pigmentos, cremas, ungüentos con los morteros, y ahora nosotros con las espátulas, con los pinceles, vamos trabajando y vamos consiguiendo diferentes colores, texturas, y si bien estoy en otro ramo, creo que estoy haciendo un homenaje a mis antepasados”.

«Desde el principio el taller es un espacio para crear, crecer y expresarse, y realmente creo que la gente que viene al taller encuentra eso. Y le pusimos Taller del Sol por ser un espacio alegre, para brillar, que pueda brindar calidez y de alguna manera dar luz a mucha gente, a niños, a jóvenes, a adultos»

Se un poco larga esta nota. Es que siguieron leyendo, muy bien ¿Una charla de una hora es tan larga? ¿No puede resumirse? ¿Puede? ¿Quién tiene apuro? Más preguntas y respuestas…

¿Cómo definirías la filosofía del Taller del Sol y su impacto en la comunidad?

Siempre hemos considerado que el taller es un espacio para crear, crecer y expresarse. Creo que aquellos que vienen al taller encuentran esa oportunidad. Para mí, el Taller del Sol es mi segundo hogar, y trabajar aquí me permite honrar a mis antepasados y seguir brindando luz y alegría a las personas, desde niños hasta adultos.

¿Cómo percibís el papel del arte en la salud mental y el bienestar?

El arte es sanador… Yo tengo en la heladera de casa una tarjetita que nos hizo una chiquita, que apenas sabía escribir y me puso “Seño: el arte me alegra”. Y me pareció tan hermoso eso, que es lo que nosotros les estamos dando acá a ellos, alegría, vida…. Lo tengo ahí en la heladera y lo miro todos los días, y me digo bueno, a mí también el arte me alegra, me mantiene bien. Me mantiene creativa, activa, lúcida más allá del producto que uno pueda lograr, todo ese proceso de llegar hasta la obra es muy interesante y acá con los chicos cuando nos dicen “Seño, no me gusta cómo me quedó”, hacemos hincapié en todo ese proceso que hubo anteriormente y en todo lo que ellos fueron aprendiendo hasta llegar a esa ese producto final. Acá no se usan las palabras feo ni lindo, porque no corresponde.

Personalmente, encuentro en la pintura una forma de desconectarme del mundo y olvidarme del tiempo. Además, he visto cómo el arte impacta positivamente en la vida de los demás, especialmente ha quedado claro en tiempos de pandemia, proporcionando un espacio para la expresión y la alegría.

«Es hermoso trabajar acá porque acá estuvieron mis antepasados, entonces lo siento realmente como propio. Es muy emotivo, muy fuerte para mí trabajar acá. Siento que hacemos otras mezclas, pero seguimos mezclando: antes eran pigmentos, cremas, ungüentos con los morteros, y ahora nosotros con las espátulas, con los pinceles, vamos trabajando y vamos consiguiendo diferentes colores, texturas»

Tus hijas también están involucradas en el taller. ¿Cómo ves la continuidad generacional en este camino?

Es un regalo divino trabajar con mis hijas. Ellas han llevado el legado artístico a nuevas generaciones. Con siete nietos, veo cómo la creatividad y el arte siguen siendo parte fundamental de la familia, con la próxima generación mostrando interés y talento.

¿Cómo ves la relación entre la tecnología y los niños en la actualidad, especialmente en comparación con la creatividad que fomenta el arte?

La tecnología puede dejar a los niños pasivos, pero en el taller los motivamos a ser creativos y a utilizar herramientas que luego pueden aplicar en casa. La idea es contrarrestar el exceso de pantallas y fomentar la expresión artística como una forma saludable de pasar el tiempo.

Finalmente, ¿qué aspecto o momento de tu trayectoria en este tiempo te ha marcado más?

Conocer a Matilde Ascenso fue lo mejor que me pasó. Ella fue mi socia, profesora y mejor amiga. Aprendí mucho de ella, no solo en el ámbito artístico sino también en la vida. Su partida dejó un vacío, pero su espíritu sigue presente en el taller.  Porque aunque ya no esté físicamente, su influencia sigue aquí y eso es algo muy valioso para mí. Además, trabajar con mi hija Paula todos los días es un regalo que atesoro profundamente.

«Conocer a Matilde Ascenso fue lo mejor que me pasó. Y su influencia sigue aquí»