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La ciudad del polvo y el viento II (el retorno de las bolsas)

Había pasado poco tiempo desde que la voz del viento advirtió a los habitantes de Mercedes sobre su costumbre de aprisionar la tierra en pieles que no respiran. Pero la enseñanza, como tantas veces, se desvaneció entre reuniones, excusas, elecciones y la inercia de lo cotidiano o no tanto que cada día puede hasta sorprendernos (Ey, deja de pasar un video tras otro con tus dedos).

Una mañana de principios de octubre, cuando el sol apenas asomaba sobre los eucaliptos, la ciudad despertó con un nuevo paisaje. A lo largo de la avenida 40, entre la 30 bis y las vías, una cuadrita más allá no mucho mas, cientos de bolsas negras y brillantes se extendían una junto a otra, como un ejército inmóvil custodiando un misterio. Había tantas —quinientas, quizá más— que el viento, travieso e insistente, se colaba entre ellas haciendo sonar un lamento de plástico. Con la lluvia de estas horas, pronosticada y consabida, se mantuvieron firmes allí, al menos hasta esta noche de domingo en la que el invierno dijo no me quiero ir hasta el año que viene pero ya me fui, hasta luego.

Cientos de bolsas negras llenas de tierra volvieron a aparecer en Mercedes. Nadie parece saber por qué están allí, ni cuánto tiempo seguirán. Pero su sola presencia revela una costumbre que la Naturaleza ya había intentado corregir.

Los vecinos las miraban con desconcierto desde que aparecieron. Algunos, acostumbrados ya al espectáculo, pasaban de largo, seguían caminando o en sus vehículos y olvidaban lo visto, quizá incluso por absurdo. Otros se preguntaban si la tierra, una vez más, había sido tomada prisionera. Nadie sabía con certeza su destino, aunque todos intuían su final: el mismo que antes, cuando el río se llevó lo que el hombre había querido retener.

Desde las copas de los árboles, la Sabiduría Ancestral volvió a agitar sus ramas.
«¿Otra vez, humanos de Mercedes?», murmuró el viento, cansado de repetir su mensaje. «¿No aprendieron que la tierra no se guarda, se cuida? ¿Que el nylon no germina ni florece?».

«Fui parte de un jardín, de una zanja, de un camino. Ahora soy solo un bulto sin nombre. E incluso llovió y no me mojé. Esto no es vida, no parece»

Pero esta vez el viento no habló solo. La tierra, aún dentro de sus bolsas, comenzó a protestar. «Estoy cansada», dijo con voz áspera. «Cansada de no tocar el aire, de no sentir el rocío, de estar envasada como si fuera mercancía. Fui parte de un jardín, de una zanja, de un camino. Ahora soy solo un bulto sin nombre. E incluso llovió y no me mojé. Esto no es vida, no parece».

Una escena que todos ven, pero pocos miran

El hecho parece no importarle a nadie. Las bolsas están ahí, visibles a plena luz, e incluso en la noche, y sin embargo el silencio pesa más que el plástico. Muchos de los que salieron a caminar, como cada día, o pasaron en bicicleta por la avenida 40, debieron haberlas visto. Quizás algunos, ante el espectáculo surreal, hayan pensado que se trataba de los excrementos de un monstruo volador gigante que sobrevoló la ciudad en la noche.

Pero no. No hay monstruo alguno, salvo el de la indiferencia.

El viento sigue soplando, paciente, recordando a quien quiera oír que ninguna tierra merece ser encerrada. Que la Naturaleza, cuando no se la escucha, devuelve siempre la lección con más fuerza.

Y así, la fábula continúa. Porque mientras las bolsas esperan su destino sobre el asfalto, la ciudad del polvo y el viento repite su historia, atrapada entre la costumbre y el olvido, entre el no querer ver ni oír, como si no hubiera presente ni futuro.

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