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La vocación escurridiza

La historia de la búsqueda personal puede ser contada de muchas maneras. A veces nos inclinamos a pensar que el objeto que perseguimos, ese destino que pareciera darle sentido a nuestra carrera, ya está ahí, esperándonos, como si el futuro fuera algo fijo, inamovible.

Otras veces, sin embargo, la sensación es más turbia: como si el mismo camino se fuera creando a medida que lo recorremos, y esa meta, que parecía segura y sólida, fuera solo una sombra que cambia de forma con cada paso que damos.

En la búsqueda vocacional, esta imagen se repite una y otra vez. Desde niños, nos enseñan a imaginar un destino donde el deseo, el propósito, y la satisfacción personal se encuentran como una montaña a la que debemos escalar. Pero lo que no nos dicen es que la cima nunca está en un solo lugar; el camino cambia constantemente y, a veces, ni siquiera hay una cumbre clara. Y, aún más importante, esa idea de cima, de meta final, puede ser solo un espejismo que creamos para no sentir que estamos caminando sin rumbo.

Uno se pregunta entonces: ¿por qué buscamos? ¿Qué es lo que en realidad perseguimos cuando hablamos de vocación? Tal vez la verdadera pregunta no sea «qué quiero ser» sino «qué me falta» o «qué me mueve a seguir buscando». Porque no se trata de encontrar simplemente un trabajo, una carrera, o un título; el asunto es más profundo, más íntimo, más inquietante.

La verdad, aunque no nos guste admitirlo, es que nunca estamos completos. Esa sensación de que algo nos falta, esa incomodidad que parece habitar en lo más hondo de nuestras entrañas, es lo que nos empuja a movernos, a crear, a buscar respuestas. No importa cuántos logros alcancemos, siempre hay algo más, algo que creemos que nos va a completar, que va a darnos eso que tanto ansiamos.

En el camino vocacional, muchas veces la confusión surge cuando intentamos concretar esa sensación difusa. Queremos ponerle nombre, queremos etiquetarla, darle forma. Y es ahí donde las cosas se complican, porque ese «algo» que nos falta es, por naturaleza, escurridizo. No tiene una forma definida ni se puede encerrar en una palabra. Se presenta de mil maneras: a veces es la mirada aprobadora de un profesor, otras veces es la idea de que somos importantes, de que tenemos un lugar en el mundo. A veces es el deseo de reconocimiento, de éxito, de trascender en algo. Pero ese «algo» siempre se escapa

Imaginemos por un momento a un joven que decidió ser médico. Está convencido y motivado, tiene claro lo que quiere. Pero si nos adentramos un poco más en su decisión, descubriremos que lo que realmente persigue no es la medicina en sí, sino lo que esa carrera representa para él. Tal vez es el reconocimiento social, tal vez la sensación de poder salvar vidas, de ser necesario. O quizá es algo más personal: una idea de que la medicina lo va a completar, le va a dar ese «algo» que siente que le falta. Pero, ¿qué pasa si, una vez que logra su título, ese vacío sigue ahí? La verdad es que, muchas veces, confundimos el símbolo con la realidad, pensando que un título, una posición, o un logro van a resolver esa falta fundamental.

Ese joven médico podría pasar toda su vida buscando esa sensación de plenitud, cambiando de trabajos, de especialidades, tal vez creyendo que el problema es externo, cuando en realidad, la cuestión está más cerca de lo que imagina. Lo que no sabe, lo que no le enseñaron, es que ese vacío que siente nunca se llena del todo. Y tal vez sea precisamente eso lo que lo hace seguir adelante, lo que lo mantiene vivo, curioso, siempre en movimiento.

¿Y si en lugar de buscar completar esa sensación de falta, ese vacío que sentimos, aprendiéramos a convivir con él? ¿Y si la vocación no fuera un destino fijo, sino un recorrido en el que lo importante no es llegar, sino continuar caminando?

Pero, ¿y si en lugar de buscar completar esa sensación de falta, ese vacío que sentimos, aprendiéramos a convivir con él? ¿Y si la vocación no fuera un destino fijo, sino un recorrido en el que lo importante no es llegar, sino continuar caminando? Quizá la verdadera vocación no sea encontrar una respuesta definitiva, sino aceptar que siempre estamos en búsqueda, que el camino no se trata de alcanzar un ideal perfecto, sino de descubrir qué nos impulsa a seguir, a crear, a explorar.

La falta, entonces, no es un problema a resolver, sino una brújula que nos guía. Nos muestra hacia dónde dirigirnos, pero nunca nos da una meta definitiva. Esa sensación de incompletitud, de que siempre queda algo por hacer, es lo que nos mantiene en movimiento.

No importa si somos médicos, artistas, ingenieros, o escritores: lo que buscamos es una respuesta a algo que no se puede nombrar del todo, algo que nos hace sentir vivos precisamente porque nunca se completa.

Tal vez la verdadera pregunta no sea «qué voy a hacer con mi vida», sino «qué es lo que me impulsa a seguir». En ese impulso, en esa sensación de que algo nos falta, está la clave de nuestra vocación. Porque, al final, lo que nos mueve no es la idea de alcanzar una perfección inalcanzable, sino el hecho de que seguimos buscando, seguimos explorando. Y en ese movimiento constante, en ese no detenerse jamás, es donde encontramos el verdadero sentido de nuestra vida.

Así, el cometa sigue volando, y nosotros seguimos corriendo tras él, no porque esperemos alcanzarlo, sino porque en el acto de correr, de buscar, es donde encontramos nuestra verdadera vocación.


Marcos Tabossi

www.vocaciondeorientar.ar