Un nene entra a Sorrento todos los días a pedir cartones. Es una imagen que podría ser actual, pero no lo es. Estoy en la década del 60. El nene ya tiene su itinerario. Antes –o después– de Sorrento, visita el bar Capurro, la confitería La Perla y el bar Respuela. De todos lados se lleva algo.
El invierno le pisa los talones. El aire frío le penetra por los agujeros de los zapatos, pero no es un problema. Su carita de piel seca lleva el gesto calmo de quién está cumpliendo con su destino. Aunque haya días, jornadas enteras, que el nene las pasa a mate amargo y pan duro. Hay cosas que vienen desde la cuna, dirá cincuenta años después.
Más tarde vende lo que recolecta. Recicla. Estoy viendo a un nene en la década del 60 que recicla. Él no sabe lo que significa “reciclar”, pero lo hace. Quizás muchos de los clientes de los bares que lo ven pasar –hombres, en su mayoría, de trajes y sombreros– no tengan asimilado el concepto. Nadie habla, en este período de la historia, de cómo cuidar el medio ambiente.
Vuelvo al presente. El nene es un hombre mayor. Veo el paso del tiempo en su piel, en su mirada, en sus arrugas. Lo encuentro sentado, con los antebrazos apoyados en los muslos. La primera impresión –errada, por supuesto– es la de hombre cansado. «Estoy buscando a Oscar Luciani», le digo. El hombre se pone de pie. “Soy yo”, dice, extendiéndome la mano. Acto seguido le dice a un muchacho que se asoma en bicicleta que no, que botellas de vidrio no reciclan, solo de plástico. Oscar «Caracol» Luciani Atiende a dos o tres personas, da alguna indicación a un pibe que está separando, y recién entonces me pregunta:
– ¿Vos viniste por la entrevista?
Hace algún tiempo hubiera dicho que estoy en los galpones abandonados del ferrocarril Sarmiento, en la 29 y 6 .Hoy digo que estoy en el centro de acopio de materiales reutilizables y reciclables promovido por el MTE (Movimiento de Trabajadores Excluidos).
La actividad de recicladores urbanos, es el área más fuerte del MTE. Nace en Capital, donde está la confederación de Cartoneros. De modo que no es un basural, es una planta de reciclaje que surge en un contexto de crisis económica.
–Yo soy el encargado, acá. A la tarde hay otro encargado. No somos encargados, somos coordinadores, porque todos ganamos lo mismo. Tiene que haber un coordinador porque si no sería un viva la pepa.
–¿Cómo es el funcionamiento de la planta?
–Hay chicos que juntan en la calle. Juntan cartones, botellas plásticas, diarios. Ellos tienen una planilla acá, donde se les pesa todo lo que traen. Traeme la planilla –le dice a una chica que está más atrás, entre bolsas de materiales reciclables, preparando el mate–. Cada cual tiene su nombre y cada cual tiene su pesaje –muestra la planilla como si fuera un empleado rindiendo cuentas en una auditoría–. Nosotros cumplimos un rol como si fuera una fábrica. Tenemos que venir todos los días cuatro horas a trabajar, no es que vengo cuando quiero. También hay una asistencia. A veces somos discriminados porque somos cooperativistas, ¿no? Pero no es así. Yo… a la edad mía… tengo 63 años… estoy orgullosos de ser cooperativista, porque a la edad mía… es trabajo. Yo no tengo primaria, no tengo secundaria, no tengo nada. Ahora para barrer te piden la secundaria, usted lo sabe bien a eso. Para cualquier cosa te piden la secundaria. Hay chicos acá que no han ido a la escuela. Tenemos chicos que andan en la calle, que se ganan un mango en la cooperativa, que andan cartoneando, y que es preferible que anden haciendo algo y no estar en una esquina chupando o drogándose, o robando cosas ajenas. Es mi pensamiento, ojo.
–¿Cómo es el laburo de reciclaje?
–Nosotros tenemos esa prensa –se para, me muestra la prensa y simula el proceso–. Le ponemos cartón acá –le pone cartón– ¿Ves? Todo lo que sea plástico también. Primero se separa todo –señala los bolsones donde está todo mezclado– y después esto lo compacta. A fin de mes se vende lo que hay.
Oscar no está conforme con el volumen de venta, cree que deberían vender mucho más. Me muestra otra planilla con los kilos vendidos en cada mes desde que comenzaron con el trabajo, cuatro meses atrás. Melisa, una de las referentes del MTE, que llegó hace un momento, me explicará –al terminar la charla con Oscar–, que muchas veces los recolectores necesitan la plata del día y terminan vendiendo por fuera, que es difícil que vean el beneficio de juntar más cantidad, en un solo lugar, y vender a un mejor precio al terminar el mes. De todas formas, para Melisa, lo importante es generar la costumbre del trabajo, de tener horarios. Lograr un sentido de pertenencia y que entiendan que pueden generar sus propios ingresos. Hoy en día el cooperativista cobra 8500 pesos más lo que pueda vender de los kilos recolectados. Melisa hará hincapié en lo valioso del trabajo, en la intención de resignificar la actividad –que aporta al cuidado del medio ambiente–, y en la búsqueda de generar condiciones de trabajo, es decir, que tengan derechos.
Una persona se acerca a preguntar algo. Oscar le enumera el tipo de material que reciclan. Imagino que esta secuencia se debe repetir cada día hasta el hartazgo.
–Esto no es un basural. El otro día vino una señora como veinte veces y cuando fui me dio todas maderas. Nosotros no reciclamos madera –niega con la cabeza, como indignado–. Tenemos un panfleto, un folleto que dice qué es lo que reciclamos. O por ejemplo, acaba de venir un auto que me dijo “acá te dejo las cajas”, y cuando fuimos allá –señala la entrada– eran todos excrementos de perro. No estamos como basural.
–¿Por qué cree que pasa eso?
–Para mí la gente piensa que esto es un basural y no es un basural. Esto es una planta de reciclado. Hay mucha gente igual que te trae todo separadito. Hay gente que está tomando conciencia de lo que es esto, y hay otros que no. ¿Se da cuenta? no reciclamos pasto acá. Hay uno que quiso traer pasto a la pasada y le dije “no, pará amigo, esto no es un basural. Andá allá a lo de Rachi”. Nosotros somos cooperativistas, le digo. ¿Sabés lo que hace el cooperativista?… Uno sale a hablar con la gente educadamente… yo les explico… esto es así… déjelo hoy, no lo lleve, yo lo voy a tirar en el contenedor, pero usted tiene que entenderme a mí, que esto es un trabajo, venimos cuatro horas… Yo le cambio su trabajo por el mío. Hay gente que no entiende eso, que dice “estos negros no trabajan”. Y no es así. Acá hay que hacer fuerza, a veces te da bronca que te discriminen. Hay que estar en la calle. Yo creo que juntar cartones es un trabajo digno, honrado, como cualquiera. Sin llevarte nada ajeno. Hay otros que son de cogotes duros que se están llevando todo a la casa y son señores.
Hace una pausa. Toma un mate. Otra vez niega con la cabeza. Mira al suelo y ve allí algún recuerdo, alguna imagen.
–Yo lo hice toda mi vida a esto de cirujear en la calle. Todo Mercedes me conoce. Yo me crié en el bar Capurro, en el bar Respuela, conocí el Bristol, me crié en Sorrento, donde estaba el viejo Carán, en la Perla… Iba a pedir, no tengo vergüenza – Oscar dice “me crié” para nombrar los lugares frecuentados ¿Hay alguna expresión mejor para entender lo que Melisa llamaría “sentido de pertenencia”?– Cirujeábamos y vendíamos en lo de Leguizamón… El papel tenía un precio, el cartón tenía otro. El plástico salió después, era todo vidrio en esa época.
–…
–Toda la vida. Mi viejo tiene ochenta años y lo hizo toda la vida también. Siempre fue ciruja, ya viene de cuna.
–¿Usted salía con su viejo?
–No, no. Yo me crié solo. Las circunstancias de la vida hizo que a los ocho años me fuera con mi mamá y mi hermana más chica y tuviéramos que salir a la calle, pero no me avergüenza decirlo. No tengo una mancha gracias a Dios. Mi mamá nunca me tuvo que sacar de la comisaría. Supe tomar el buen camino, seguí el camino de mi viejo. Nosotros cuando éramos chicos nos alumbramos con un pabilo.
–¿Qué es un pabilo?
–Pabilo era una bombilla con un hilo con kerosene adentro que largaba un humo bárbaro. No había luz, no había nada. También nos alumbramos con grasa y una bolsa de arpillera.
–¿Tuvo otros laburos?
–Aprendí el oficio de plomero gasista cuando recién vino el ACA a Mercedes. Pero la gente es muy mala y no te pagaba, entonces vamos a seguir haciendo lo nuestro. En la calle hice de todo menos robar, con eso te digo todo. Si yo te cuento mi historia, tenés para escribir una película.
–Debe tener un montón de anécdotas para contar…
–Y… Estuvimos un mes a mate amargo y pan duro. También nos criamos en el campo juntando arvejas, porotos, habas, todo eso. Yo no me acuerdo si desayunábamos a la mañana porque nos sacaban a las cinco para el campo y volvíamos a las seis de la tarde con un sandwich nomás, todo el día al rayo del sol. Después, cuando me fui criando, criando, criando, la tuve a la plata. Yo tuve plata, ojo. No es que no la tuve. Nunca estuve mal, eh. Estuve bien. Tuve tres hornos de ladrillos y sesenta gente trabajando conmigo. Nada más que me la barría toda cuando era soltero –una sonrisa tímida se asoma en su rostro. Una sonrisa que esconde vaya a saber cuántos secretos–. Yo me casé a los 35 años. Antes anduve por todos lados. Me fui a Córdoba, a Santiago del Estero, hasta el Uruguay me fui. El que tiene ganas de laburar, labura en cualquier lado.
Su postura cambia. Ahora se endereza en la silla. El pecho inflado, la espalda firme contra el respaldo y el mentón levantado, son las marcas de un pasado bien vivido, un disfrute retroactivo de las buenas épocas.
Aquellos años felices, pienso, fueron su manera de conquistar el mundo, su mundo.
–A nosotros nos discriminan, nos tratan de negros borrachos… que sos falopero… a mí me entra por acá y me sale por acá. Te dicen negro ciruja y no es así. El negro ciruja se lleva la comida pa’ las casas honradamente. Peor sería si estuvieran haciendo otras cosas. La sociedad mezcla todo. Ellos tienen que estar en el lugar de nosotros. Nadie va a venir cuatro horas acá a laburar o a andar en la calle por 8500 pesos al mes. Yo tengo muchos amigos en la calle y conversando les digo “yo te cambio el laburo mío por el tuyo, si querés”. Yo estoy orgulloso de estar en una cooperativa.
Sus ojos, hundidos tras los pliegues de los años, miran con tristeza. Me pregunto si aquel nene de los 60, fresco y vital, sentía también el desprecio en las miradas, la ofensa en los gestos y el agravio en el trato.
Veo sus manos curtidas y la piel reseca y pienso en el paso del tiempo, en los cambios que traen los años. Pienso en la gente, en nosotros. En esa costra, esa callosidad de la que estamos hechos.
Como si el viento de las experiencias acumuladas hubiera erosionado nuestra sensibilidad.