Inicio Una mirada de la ciudad De cuando había más clubes y menos bancos – Parte 2

De cuando había más clubes y menos bancos – Parte 2

“Nos encontramos cuando vos quieras, vos me llamás y yo estoy”, dijo Miguel Ángel “Peruano” Cestari cuando supo mis inquietudes sobre Ateneo. El día del encuentro me recibe con mates y sus dos mascotas, perros callejeros que adoptó en distintas circunstancias. En la mesa hay un pequeño libro abierto intencionadamente.

–Estaba buscando el momento del cierre –dice, mientras quita la pava de la hornalla.

El libro lo escribió su padre, Víctor Cestari, y es una reseña de la historia de Ateneo, o mejor dicho, de los primeros 50 años, desde 1949 hasta 1999.

—Contame qué querés saber, en qué te puedo ayudar, Marquitos.

—Estoy escribiendo sobre el cierre del gimnasio que Ateneo tenía en la 22 y 29. Yo practicaba básquet, en ese entonces, y el cierre, al menos para mí, fue muy sorpresivo, fue de un día para el otro y nunca supe qué pasó. Estuve hablando con Tito y también quería hablar con vos, que eran los profesores que recuerdo…

—La vivencia que tengo es que cuando termino de estudiar educación física en el 83, me convoca “Polo” Chávez para trabajar con el básquet. A partir del 84 comienzo a trabajar con mini básquet hasta el 90. Después me dedico al arbitraje. El gimnasio cierra a fines del 91. No estaba yo… –piensa en lo último que dijo, retrocede, se corrige–. No, no estaba no. Yo estoy. Mezclo, yo estoy en el Ateneo, soy del Ateneo, sigo estando…

 —Se entiende. En ese período no estuviste.

—Claro. Yo ahora soy parte de la comisión directiva y el año que viene va a hacer 50 años que estoy, empezando con futbol y básquet.

El Peruano Cestari tiene una extensa trayectoria en el arbitraje de básquet a nivel provincial y nacional. Siempre en las categorías inferiores. La pasión por lo que hace y el amor por el club se reflejan en las sonrisas que, involuntariamente, aparecen en su rostro antes de contar una anécdota.

—Un día se presenta el doctor Montes para alquilar las instalaciones y convertir el gimnasio en una cancha de pádel. Adelante una confitería, la confitería Jardín, y detrás la cancha de pádel.

La confitería estaba muy bien ambientada y era de lo mejorcito de Mercedes, hay que decirlo. Aunque también debo admitir que nunca consumí nada en ese local y que lograba disuadir a mis amigos de la secundaria que quisieran ir allí. Lo sentía como una pequeña –y estúpida– venganza personal.

—Y bueno… Llegó un momento en que había poca masa societaria, se fueron borrando algunos socios… aparece el tema de quintas los fines de semana, y eso afecta el ingreso económico y el pago de todos los sueldos, que los pagaba la comisión directiva. Hoy en día, en la pileta, creo que somos 250 socios. Hoy se insiste que los que hacen actividad deportiva sean socios. Entonces era importante la parte económica, que por ahí no se dice, pero es así. Esto del cierre es sacado del libro de papá, eh.

Pone la mano sobre el libro. Aprovecho a ojearlo. También hay fotos desparramadas arriba de la mesa. Fotos de todas las épocas. Hay equipos de básquet, de vóley, de fútbol. Reconozco en una de las fotos a mi tío Marcelo Lizziero. En otra está mi hermano.

—Tengo muchas más, eh. Si querés te las preparo y venís un día y te muestro todo.

Le tomo fotos a las fotos. Retrato todo en el celular.

—Sacá todo lo que quieras. Este libro es hasta el año 99. Cumplimos 70 años el pasado 19 de julio. 70 años de vida –dice, casi, sin poder creerlo.

Para el Peruano, Ateneo también es un legado familiar. Habla de su padre –hacedor junto a Losada de la construcción del gimnasio–, y yo recuerdo al mío. Es inevitable. No fue él, mi padre, quien me transmitió el amor por el básquet. Tampoco iba a verme con frecuencia. Yo no quería. Cuando lo hacía me sentía observado, inhibido. Ese tipo de presiones no me ayudaban. Me desempeñaba mejor ante las miradas ajenas, ante un público en lo posible anónimo, o visitante. Pero un día papá fue sin avisarme y resultó ser la excepción. Sentía que bailaba dentro de la cancha y todas mis intenciones se concretaban de la mejor manera. “¿Cómo jugué, papá?”, le pregunté cuando nos íbamos. Y él, fiel a su estilo, contestó a medias. Me dijo que había escuchado a dos padres hablar de mí. “¡Cómo juega el base!” fue la frase que escuchó mi viejo. “¿Y vos qué hiciste? ¿Les dijiste que eras mi papá?” “No, yo me quedé en silencio, quería escuchar qué más decían”.

Hubiese querido que lo hiciera, que dijera “el base es mi hijo”, así como mi abuelo hubiese querido que lo nombrara el día que fuimos a la tele y el conductor nos preguntó quiénes eran nuestros ídolos y yo dije Marcelo Milanesio. Milanesio era el base de la Selección y jugaba con la nueve. El número me generaba conflicto. Dudaba entre usar la nueve, en honor a él, o el diez, el número de Bochini. “¿Milanesio?”, me dijo mi abuelo cuando vio la nota. “¿Milanesio te enseñó a jugar?” “¿Milanesio te armó el aro de básquet en la quinta?” “¿Milanesio jugó con los Globetrotters?” No, claro que no. Todo eso lo había hecho él y yo no lo había reconocido.

—Cuando comienza toda la actividad en el campo de deportes salían las revistas. También tengo para mostrarte.

El Peruano relata, como lo hizo Tito Borsalino antes, las épocas en las que se hicieron las piletas de la Liga, la compra de los terrenos de enfrente donde hoy están las canchas de hockey y de fútbol.

—Primero está Ateneo y después Liga de Padres. Ateneo estaba primero donde hoy es Tomas –el bazar. Ahí funcionaba una cantinita muy chiquita… –me pierdo en su relato y en la enumeración de personas implicadas en la historia. Retengo la mención de aquellos que conozco, de Tito, de “Bichi” Lescano– …Hay mucha gente gracias a Dios detrás de todo esto, en la vida de la Liga de Padres.

A veces uno repite frases sobre la importancia de conservar los clubes como centro de reuniones, como espacio de socialización y se esgrimen justificaciones románticas conducentes a la idea de que aquello –el pasado– era mejor. Pero basta interiorizarse un poco, palpar las historias reales, escuchar las anécdotas vivas, conocer a las personas físicas –no sólo las grabadas en bronce– para entender que no se trata de frases adornadas y políticamente correctas, sino de vidas concretas y específicas entregadas a un deseo, a un proyecto, a un sueño.

—Después se pasa a calle 22 y 29. Sede social, cantina, toda la esquina. Esa esquina era un mini gimnasio con unas asimétricas, paralelas, espaldares, colchonetas… El básquet lo practicábamos en Casa del Niño. Pero al no tener el espacio físico ni la infraestructura, mi categoría practicaba turnándose entre el Solbaid y el Comunicaciones.

— ¿El gimnasio cuándo se termina?

— En el año 74 se puede terminar el gimnasio del centro que se llama “Godofredo Polo Elías Chávez”. Tiene una placa y todo. Ahí había básquet, vóley, gimnasia artística, gimnasia para discapacitados, fútbol infantil. El fútbol comienza a entrenar con Tito, y como no teníamos el predio del campo de deportes a disposición, entrenábamos en la 40, donde era tierra, que era de una sola mano. Trotábamos hasta la calle 1 que era hasta donde se podía andar en Mercedes y terminábamos en el gimnasio.

La nota va terminando. Apago el grabador pero la charla sigue. El Peruano respira básquet. Nombra a tantos mercedinos que han llegado lejos que excede largamente el motivo de esta crónica. “Yo, con el arbitraje, los vi pasar a todos”, dice. No se refiere solo a los mercedinos, sino a todos los conocidos. A Facundo Campazzo, por ejemplo, a quien conoció en un torneo en La Rioja. “Tenía quince años, era un flancito jugando”, y mueve su mano como una víbora.

Después del cierre yo jugué un tiempo más, creo que estuve un año en el Club Mercedes y otros dos o tres en Estudiantes. Pero ya no fue lo mismo. Yo no pertenecía a esas otras familias y los nuevos compañeros me lo hacían saber cuando me preguntaban qué había pasado con Ateneo, por qué se había cerrado de la noche a la mañana. Preguntas que sólo marcaban distancia.

Dolina dijo alguna vez que en el pan y queso de un partido de fútbol siempre elige a sus amigos, aunque no sean los mejores, porque prefiere perder con los suyos que ganar con extraños. Y el básquet, para mí, era ese gimnasio, esa camiseta celeste, esos compañeros y no otros. Era Tito rascándose la barba, era quedarme en el club después del partido para ver al resto de las categorías donde jugaban mis hermanos.

Sin todo eso el básquet era solo un deporte.