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¿Por qué los políticos siguen mirando las encuestas?

Por el licenciado Marcos Tabossi. Debe haber algo de adicción en eso de mirar una encuesta. Algo parecido al impulso con el que uno revisa una foto que acaba de subir. ¿Cuántos likes? ¿Quién comentó? ¿Quién me sigue? El político, como todos, también necesita ese tipo de validación. Solo que en su caso, la ansiedad se disfraza de estrategia.

La encuesta se vuelve entonces el nuevo espejo. Un espejo que no devuelve una imagen real, sino una interpretación. Un recorte. Una versión. Como ese primer reflejo que Lacan describía en la escena del niño frente al espejo, reconociéndose por fuera antes de saberse por dentro. Reconociéndose, primero, en la mirada del otro que le garantiza -erróneamente- que esa imagen reflejada es él mismo. Y entonces, por primera vez, la imagen de un cuerpo entero, armado, triunfante. Una imagen ideal. Algo para amar.

El político, cuando mira las encuestas, quiere ver eso: una totalidad. Algo que lo confirme. Que lo sostenga. Que le diga: vas bien. Pero al igual que en el estadío del espejo, lo que se ve ahí no es el sujeto real, sino una ficción. Una imagen invertida. Un reflejo parcial, siempre parcial. Una ilusión óptica.

Como ese primer reflejo que Lacan describía en la escena del niño frente al espejo, reconociéndose por fuera antes de saberse por dentro. Reconociéndose, primero, en la mirada del otro que le garantiza -erróneamente- que esa imagen reflejada es él mismo.

Y, sin embargo, vuelven a mirar. Como si la próxima encuesta fuera a decir la verdad. Como si esta vez el reflejo fuera a ser exacto.

Pero nunca lo es.

Porque las encuestas, igual que los espejos, siempre distorsionan.

Distorsionan desde quien las responde, primero. Porque nadie responde del todo desde lo que piensa. Se responde desde lo que se cree que hay que decir, desde lo que no compromete, desde lo que se espera de uno. Se responde como ciudadano ideal, pero se actúa como sujeto deseante.

Y ahí se produce la disonancia. Ese desfase entre lo que se dice y lo que se hace. Como si la voz pública y el deseo privado no hablaran el mismo idioma.

Las encuestas, igual que los espejos, siempre distorsionan.

Del otro lado, el político interpreta esas cifras como si fueran signos del destino. Se abraza al porcentaje que le conviene y rechaza el que lo incomoda. Proyecta estrategias, saca conclusiones, redefine su imagen. Pero no puede ver que eso que mira no lo representa. Que no lo está mirando a él, sino a un personaje.

Y aun así, insiste. Vuelve a mirar.

Como Narciso, enamorado de su reflejo en el agua, el político queda hipnotizado por su imagen en las encuestas. Pero ese reflejo, igual que en el mito, no es el otro: es él mismo, vaciado, idealizado, estetizado. Cuanto más lo contempla, más se aliena. Porque no busca comprender a la gente, al “pueblo”: busca confirmarse a sí mismo. Busca una mirada que lo devuelva entero, coherente, admirable. Una imagen que calme, al menos por un rato, la angustia de no saber quién es sin el aplauso del Otro.

Pero el espejo nunca alcanza. La imagen reflejada no repara la grieta interior. El yo —frágil, construido a pedazos— se sostiene como puede sobre el deseo de ser amado. Y cuando el amor del Otro tambalea, el yo se desarma. Ahí es donde aparece el exceso: la verborragia, la sobreactuación, el intento desesperado de volver a capturar esa mirada que ya no está.

Lo que se juega no es la estrategia política, es algo mucho más íntimo. Algo que tiene que ver con no poder sostenerse sin reflejo, con el terror de descubrir que, en el fondo, el espejo nunca habló de uno.


Marcos Tabossi. Junio 2025. vocaciondeorientar.ar