“Quiero su cabeza”, es el pedido de esta joven que ha bailado delante de Herodes, y pide por consejo de su madre, nada más y nada menos que la cabeza de Juan el Bautista, de quien hoy celebramos su martirio glorioso precisamente porque le indicaba al Rey que no le era lícito tomar por esposa a la mujer de su hermano.
Juan, como prototipo de profeta del Nuevo Testamento, no solamente lo es sino que corrobora su profetismo teniendo muerte de profeta. El verdadero profeta, y esto aún en nuestros días, no muere por muerte natural sino por muerte violenta. Hoy ni siquiera hace falta la efusión de sangre, alcanza y sobra con un comentario torpe, un dejar de lado a alguien que nos molesta, inventar una calumnia, levantar un falso testimonio, o no jugarnos por la verdad para que surjan los nuevos Juan el Bautista, que sin efusión de sangre son los profetas de nuestro tiempo. Como cuando alguien nos anuncia o denuncia aquello que no es de Dios. Y a esto estamos invitados.
El verdadero profeta es aquel que no solamente catequiza o muestra lo que es de Dios sino que denuncia todo aquello que no es de Dios. Cuánta necesidad de profetismo en nuestra vida actual y de un poco menos de necedad.
Cuánto mal en estos incendios en la Amazonia, que podrían haberse evitado. Se hubiesen evitado si se hubiese prestado atención a su debido tiempo a quienes denunciaban el peligro de lo que se avecinaba.
Y como decía el Santo Padre Francisco en Laudato Si –la encíclica que nos habla de la “casa común”–, la necesidad que tenemos todos del cuidado de ella, ya que no tiene repuesto, es la única que tenemos. Esta actitud profética del Santo Padre de la cual podemos hacernos eco, aunque corramos el riesgo de que pidan nuestras cabezas.
Y las cabezas se pueden pedir de diverso modo.
Quiera Dios que tengamos la fortaleza en nuestras vidas de sostener con nuestras acciones aquello que reclamamos con la palabra, y que en esto nos ayude la Santa Virgen.