En la esquina de la calle 14 y 19, frente al colegio San Patricio, hay una casa abandonada vaya uno a saber desde cuándo. Una enredadera la va devorando con el tiempo, como si quisiera tapar las atrocidades que allí se cometieron en el pasado.
–Los chicos que desobedecían a los padres eran llevados allí para que aprendan, me decía mi viejo –recuerda Juan Pablo con nostalgia.
–¿Y cómo les enseñaban?
–La casa funcionaba como una especie de calabozo y los chicos se quedaban ahí, todo el tiempo a oscuras, a pan y agua los tenían. Depende la cagada que te habías mandado era el tiempo que te dejaban ahí.
Hoy puede reírse de esa fantasía, pero no así de la casa que conserva su aspecto tenebroso que alimenta el misterio.
–Me acuerdo que más de una vez, mi viejo, seguramente ya sin saber qué más hacer conmigo, me subía al auto y me llevaba hasta esa casa. Hacía toda una pantomima de que iba a golpear la puerta y que me iba a dejar ahí… y yo prometiendo que me portaría bien.
Otra esquina con características similares es la de la 20 y 17. Los vecinos de toda la vida afirman que esa casa nunca estuvo habitada. Hoy se toma como espacio público, se pegan afiches promocionando algún espectáculo o propaganda política. Debajo de esos afiches hay retazos de afiches viejos. Imagino que si uno sacara con cuidado cada uno de ellos podríamos encontrar publicidades de los años cincuenta. Por entre los huecos de las chapas y maderas que tapan las aberturas se ve que lo único vivo allí dentro es la naturaleza que ha convertido esa esquina céntrica en una selva.
Sin embargo, para Violeta, la señora que barre la vereda a pocos metros, es probable que haya aún más vida.
–Esa casa está abandonada porque nadie la quiere comprar por el fantasma.
–¿Qué fantasma?
–Hay un fantasma que a la noche quiere salir. Hace sonar la puerta y las ventanas del lado de adentro. Tendrías que venir de noche.
–Pero se supone que un fantasma puede atravesar las puertas, ¿no?
–Claro. Por eso yo no creo en esas cosas –se convence Violeta. Para mí es el viento.
Son lugares abandonados, que han quedado a la deriva de la ciudad. Como si fueran perros callejeros; lugares de nadie, y a la vez, de algún modo, lugares de todos. Vidrieras de afiches y grafitis.
En República de Chile entre 44 y 46 hay un frente que tiene la puerta y las ventanas amordazadas con maderas. Pareciera que la casa tuviese muchos secretos por confesar y que alguien, intencionadamente, buscara callarla.
–Pasaba por ahí todas las mañanas para ir al colegio. Le tenía terror. No sé si me lo inventé o me lo contaron, pero creía que si pasabas por ahí a la hora de la siesta, te secuestraban. Alguien salía de adentro, supongo que el hombre de la bolsa, y te metía de prepo. Si escuchaba de los grandes alguna anécdota de que tal o cual nene se había perdido, automáticamente imaginaba que estaba ahí dentro.
Ya no son casas o inmuebles, son focos de resistencia al cambio, al paso del tiempo, a entender que el pueblo ya no es el mismo. Son puntos de fuga de nuestra ciudad –fuga al pasado, fuga a otro tiempo– necesarios cuando el vértigo temporal amenaza con hacer estragos en nuestra memoria social.
–En mi caso, lo que me aterraba de chica, era la tortuga del Museo de ciencias naturales, en la 26 entre 23 y 21 –dice Florencia. Trataba de cruzar por la vereda de enfrente porque tenía miedo a que me tirara un tarascón.
Ella sabe que no es una tortuga, pero al momento de rememorar los miedos del pasado, lo expresa con las palabras de entonces.
–Siempre imaginé la casa de la 28 y 19 como un hogar de menores –cuenta Guillermo mientras se peina la barba con la mano. Le tenía terror. En esa época se le decía orfanato, una palabra horrible.
–¿Conocías el Instituto Unzué y el Lowe?
–Sí, pero no sé por qué cuando me decían que si no hacía caso vendría a buscarme la policía para llevarme al orfanato, me imaginaba siempre esa casa. Será porque de chico vivía a una cuadra –mira hacia arriba como si quisiera traer un recuerdo del cielo.
–Te quedaste pensando…
–Sí. Me acuerdo que una vez jugando a la pelota en la calle se nos fue al jardincito que tiene adelante y nadie quería atravesar las rejas. La pelota estaba ahí nomás y nadie quería pasar. Tuvimos que llamar al papá de uno de los chicos de la cuadra.
Franco no tiene que hacer memoria para señalar –incluso extendiendo el brazo en la dirección correcta– una casa de la que escuchó varias historias hace más de diez años, cuando era adolescente. Sin embargo usa el tiempo presente, como si aún la gente hablara en las esquinas:
–De la casa que está en la 2 y 25 se dice que supuestamente vivía una bruja que dejaba muñecos vudú colgados en las ventanas.
Abre los ojos, levanta las cejas. Su gesto denota que todavía sospecha. La casa simula un frente –que en verdad es la parte trasera– con dos ventanas, sin puerta. Característica suficiente para despertar el misterio. La pared llena de moho y dos pasillitos a los costados que no llegan a ser vereda y que parecen trampas letales para el curioso, aportan al enigma.
Mitos, leyendas, historias. ¿De qué, sino de eso, se construye la cultura de los pueblos?
En la 35 entre 26 y 24 hay una casa sorda, ciega y muda. Tiene las aberturas anuladas por ladrillos revocados. Le han quitado la posibilidad de comunicarse con el entorno. Es una casa que está en coma: está, pero no está.
–Yo la miro siempre que paso. No puedo dejar de mirarla –confiesa Agustina–. Si me pedís una historia, lo primero que se me viene a la cabeza es que en esos lugares así, en los que alguien se encargó de hacerlos herméticos, antes se hacía magia negra o prácticas satánicas y que después los cierran por todos lados para que no se expanda la mala vibra, la mala energía.
–¿Creés que pudo pasar eso en esa casa?
–No, es algo que se me acaba de ocurrir. Pero bueno, podría ser tranquilamente, ¿no? esas cosas existen.
A Leonardo le pasa algo similar con las gárgolas laterales de la iglesia San Patricio.
–De chiquito, cuando pasaba de noche por la 21, por el costado de la iglesia, me cagaba todo. Sentía que esas gárgolas me miraban y a la vez yo no podía dejar de mirarlas.
Otras casas, en cambio, generan sensaciones ambiguas.
–A mí, una casa que me daba terror, y que creía que vivían los murciélagos de la ciudad, es el castillo de la 29 y 38 –cuenta Isabel.
Sobre la misma casa, dice Candela:
–Esa casa para mí es soñada. Cuando era chica asociaba todos los cuentos de princesas con esa casa. Quería vivir ahí. Me imaginaba subiendo y bajando las escaleras con un vestido largo de princesa. Otra de las casas con las que flasheaba es el castillo de la calle 19 entre 24 y 22 o el de la esquina de la 26 y 21. Todavía creía en las historias de príncipes y princesas, qué inocente -sonríe.
Hay también negocios antiguos que dejan huellas, como un grito silencioso de lo que fueron. La esquina de la 42 y 29, por ejemplo, tiene las marcas de lo que fue: «La vascongada» se lee, «botas». O la esquina de la 29 y 48, donde los años desgastaron las inscripciones que hoy apenas se leen con esfuerzo: “El puestito santos”, “verduras”, “despensa”, “anexos”….
Todos ellos son refugios donde acudir cuando el Alzheimer golpee nuestra puerta; mojones que nos orientan cuando el tiempo erosiona las historias de la infancia.