Daniel Ferrero
está viviendo la cuarentena con Estefanía, su esposa, en la selva mexicana, a veinte kilómetros de Tulum, en dirección a Playa del Carmen. Allí, un colombiano que Daniel conocía de su paso anterior por el DF –hace varios años– y que se dedica a trabajar la madera, les ofreció una de sus cabañas. Daniel, como gesto de agradecimiento, le ayuda –y a la vez aprende uno de los oficios que siempre quiso– en la faena de la madera en medio de víboras, alacranes, iguanas, y otros “bichos raros”–así los define– que se posan en los troncos caídos que luego serán mesas. “La primera noche dormí dos horas y media. Dormimos con un pabellón que rodea la cama para que no se suban los bichos a la noche. Ahora duermo tranquilo pero se escuchan los ruidos que caen arriba del techo de paja, y sentís las iguanas, y sentís distintos animalitos ahí afuera”, cuenta.
Cuando empezó la cuarentena Julián estaba con la madre en Capital. Matías, el padre, vive en Mercedes y estuvo, por primera vez en la vida, veinte días sin poder verlo: “Iba a su pieza y me quedaba horas, te juro. Me sentaba en su cama y me quedaba ahí, haciendo nada, mirando los juguetes. Mirá si no podría haber aprovechado para pintar, para terminar cuadros que tengo ahí, todos por la mitad… pero no, no me daban ganas”, dice. Natalia, la mamá de Julián, no aguantaba más: “No podía hacer nada. No me podía conectar con nada. Lo tenía pegado a mí todo el día. Me daban ganas de matarlo pero también me daba lástima, pobrecito. Encerrado acá en un dos ambientes cuando podría estar en el patio de la casa del padre”, explica.
Mauricio vive solo en un departamento minúsculo en Madrid. Nunca estuvo tanto tiempo metido en esa caja. Es informático y nómade digital. Suele viajar y trabajar –no trabajar para viajar–. Ahora, hace un puñado de días, apenas puede moverse en un radio cercano a su casa. En el mejor de los casos –y eso implica la capacidad de adaptarse a las circunstancias– se ha convertido en un animal doméstico. “En realidad yo seguí trabajando. Y los ratos que no, pues los he aprovechado para crear contenido. Terminar de editar videos de viajes que tenía colgados y meterme un poco más en el mundo del Podcast. Estoy investigando mucho sobre artistas musicales y luego armo Podcast, que son como programas de radio, y mezclo biografía y discografía del artista que elijo. En fin, uno puede seguir creando, de eso se trata”, afirma.
A Vanesa la cuarentena la agarró –así dice “me agarró”, como si fuera un monstruo salvaje con tentáculos o algo parecido– casada, con marido y dos niños. “Yo agradezco todo. Agradezco que ninguno de nuestros trabajos corren peligro, agradezco que tenemos una casa grande, agradezco todo lo que quieras. Me quejo de llena, mirá. Soy consciente de eso. Pero lo ideal, y esto no me lo podés negar, hubiera sido que me agarre, no sin hijos, porque eso sería pensar que mis hijos no existen y me muero, pero sí, ponele, separada, con otra pareja. Entonces estoy con los nenes unos días y después, cuando están con el padre, descanso”, narra.
Si pudiéramos elegir el momento ideal para transitar la cuarentena –ya sea algún momento de nuestra vida pasada o fantaseando un momento futuro–, ¿cuál sería? ¿Con quién y dónde? Eso me pregunto. Eso les pregunto. El planteo puede ser un juego, pero también una radiografía que nos permita ver cómo somos, qué buscamos, y con qué ojos miramos el mundo –nuestro mundo–, cómo lo asimilamos.
Ahora, tras conseguir el permiso especial, Matías está viviendo con Julián. Natalia, en Capital, pasa largos días sola, hablando con Julián por videollamada dos o tres veces por día. “Ya sé, vas a pensar que soy como la Gata Flora, pero sabés cómo lo extraño cuando está en Mercedes… es todo muy difícil. Mirá, a mí me gustan mil cosas. De hecho siempre quiero hacer cursos y aprender cosas nuevas y nunca tengo tiempo. Ahora, por ejemplo, me anoté en distintos cursos de esos a distancia pero no me puedo enganchar. No sé, no me concentro, y eso me revienta. Estoy como esperando los días para poder ver a Julián… por eso no sabría qué decirte si me preguntás por la situación ideal. Nunca me lo puse a pensar. Es como que no quiero nada así, “ideal”, como lo planteás vos. Porque eso me suena a algo quieto, estático, para siempre. Y a mí me gusta que todo sea más dinámico, que pueda ir cambiando, ponele”, dice.
Matías me cuenta que sigue sin poder pintar. Que ahora que le toca estar –así dice, “me toca”– con Julián, se tiene que encargar de las tareas. “¿Sabés la cantidad de tareas que le dan? los chicos tienen que jugar a esa edad, no hacer tareas. Un poco está bien, pero se pasan”, cuenta. Estar con Julián tampoco resultó ser lo ideal para Matías. “Lo ideal hubiera sido estar solo”, cree. Sin embargo, cuando estuvo solo, tampoco pudo desarrollar la actividad que más le gusta. “Me refiero a no tener hijos. Porque con hijos, aunque estés solo, los terminás extrañando. Igual viste cómo es esto. Un amigo, Fran, vive solo y no tiene hijos ni nada y para mí es una situación ideal, sin embargo él dice que se pega un embole bárbaro, que ya no sabe qué hacer, que el día se le hace eterno”, afirma Matías.
Siempre es más verde el pasto del vecino, dicen. Una frase que tiene una connotación negativa, como si desear el pasto del vecino fuera algo malo. Se lo asocia a la envidia –uno de los pecados capitales del cristianismo–, o al mandamiento aquel que prohíbe desear la mujer ajena. Pero ver el pasto del vecino es algo que hemos hecho siempre y que nos ha servido para, por ejemplo, confirmar nuestra personalidad ¿No es eso lo que hace la nena que le saca los collares y los zapatos a la madre y juega a ser ella? ¿No es eso –mirar y querer ser como el otro– lo que hace el nene cuando juega a manejar un auto, o intenta arreglar los juguetes? Invierta los roles, si quiere. No se trata de cosas de mujeres y cosas de hombres. Ponga al niño a jugar a la mamá con las muñecas y a la nena a patear una pelota. Como sea, será el mismo resultado: una práctica y una búsqueda –un ideal– de ser otro, de identificarse con otro para un día ser uno mismo.
¿Daniel hubiera ido a la selva de no ser porque su trabajo como entrenador de golf y el de Estefanía, ligado directamente al turismo, se derrumbaron como todas las cosas? Es claro que no. No fue la selva un lugar que haya elegido a priori. Sin embargo… “Si me preguntás a mí, yo creo que todo es perfecto. Las situaciones son perfectas. Esto que está pasando es perfecto. Si uno lo quiere ver desde el Yin y el Yang lo que se puede ver de esta mierda tiene una parte muy clara y muy alentadora. La humanidad venía siendo muy poco humana, con mucha avaricia, mezquindad. Yo creo que ahora se viene la parte de la ayuda, de la solidaridad, del trueque, si querés. A mí el tipo, por ejemplo, me está dando una cabaña y a la vez yo lo estoy ayudando y me estoy capacitando para mi futuro”, dice Daniel, y hace un repaso de las últimas pestes o pandemias en el mundo: “Cada cien años, más o menos, parece que el universo necesita resetearse del ser humano, bajar la densidad y la energía que genera el hombre. Cada persona en un momento de su vida le agarra este parate de cuarenta días para reinventarse, y a mí me agarró en un lugar energética mundial muy fuerte, donde hubo una conquista muy zarpada y una civilización Maya con una sabiduría increíble. Acá, a cien kilómetros tengo a Chichen Itzá, una de las pirámides más importantes del mundo. Para mí es un momento muy energético para pensar en uno mismo y salir de lo metódico del mundo. Reencontrarse. Y lo que me pasó a mí era lo que me tenía que pasar. Salir de la burbuja y encontrarme con la selva maya”.
Mauricio hace el recorrido inverso para llegar a la conclusión de que ha pasado una cuarentena ideal. Se toma su tiempo en la respuesta y me responde más tarde, por escrito: “Podría haberte dicho que me hubiese encantado pasar la cuarentena con mi primer gran amor, donde el tiempo y mis pies volaban, donde todo era un sueño y los problemas, por grandes que fueran, parecían minúsculos. Pero el confinamiento creo que podría haberle quitado algo de magia. Tanta intimidad de golpe podría generar grietas indeseables”. El mecanismo es encontrar las falencias en las escenas fantaseadas y llegar, por decantación, al lugar donde está. “También podría haberte planteado que junto a mis amigos en las cabañas de Gualeguaychú, donde hubiésemos pasado una cuarentena inolvidable de risas y gratos momentos. Pero un confinamiento tan extenso con amigos podría abrir viejas heridas, y además, ciertas diferencias podrían hacerse más notorias creando situaciones molestas. O junto a mi familia, también te podría haber dicho. Pero lo cierto es que después de una semana de encierro con mis padres yo me convertiría en una amenaza de nervios”. Finalmente, entonces, concluye: “Dicho todo esto, agradezco haber pasado la cuarentena solo aquí en mi casita. Me tengo paciencia, tengo Zoom para hablar con todos mis seres queridos y mucha música y pelis que me hacen pasar un buen rato”.
Que Vanesa quiera ser Natalia, que Matías quiera ser Fran y que Fran quiera ser –supongamos– Vanesa, es creer que hay un ideal, que hay respuesta, que hay manera de colmar esa falta y que, en todo caso, la culpa es de uno que no supo cómo, o no pudo verlo antes, o simplemente tomó malas decisiones. En cualquier caso hay algo, otros pudieron, y eso calma.
Otro mecanismo para conseguir la calma –en definitiva creo que es todo lo que buscamos: calma– es encontrar un sentido, creer que todo es por algo, que algún ser superior –llámese Dios, Naturaleza, Universo, o los magnates del mundo– ya lo pensó, ya lo diseñó, y ya lo llevó a la práctica. Hay un orden, y aunque no sepamos si se trata de un plan liberador o una estrategia siniestra (¿cuántas teorías conspirativas hemos leído en estos meses?) el orden parece ser mejor que el caos. Alguien pensó algo para nosotros –bueno o malo– y eso, en algún punto, tranquiliza porque da sentido de continuidad, de futuro, y se evita el agujero negro del sin sentido, del descontrol, de la condición efímera de nuestras construcciones.