Inicio Una mirada de la ciudad Martín Fierro estaba equivocado

Martín Fierro estaba equivocado

Mañana, viernes 28, es el día de San Agustín y se cumplen doscientos cuarenta años del famoso malón –que llevara ese nombre– que amenazó con la estabilidad de nuestro pueblo, por entonces frontera de la Guardia de Luján.

Fue en el año 1780. Los indios habían limado las asperezas internas y aunaron fuerzas para invadir y penetrar la frontera. Claro, no fue la primera vez que un malón metió sus narices en tierra defendida por los Blandengues, pero nunca había sido tan numeroso. No había defensa suficiente que pudiera frenar el avance de los indios. Se llevarían el ganado, las mujeres y los niños, y matarían a los hombres y padres de familia. La suerte estaba echada. Entonces sucedió el milagro. Una espesa e inesperada neblina cayó sobre el suelo de la Guardia de Luján. Una neblina tan oscura que disipó y espantó el avance de los indios. Semejante manifestación climatológica, sorpresiva e inexplicable, fue considerada un milagro de la Virgen María, madre y patrona de la Villa de Luján (una placa en una de las columnas de la confitería La Recova recuerda el episodio).

Hoy ya no hay malones –el último fue en 1823– ni amenazas territoriales. Hoy no necesitamos blandengues con largavistas haciendo guardia en lo más alto del fuerte. Pero aquella defensa fantástica me hace pensar en nuestros modos, cómo defendemos nosotros (suponiendo que hay defensa) nuestra tierra, el lugar donde nacimos o donde elegimos vivir.

En los años 80, cuando el muro de Berlín era la presencia viva de una intención defensiva y separatista, fueron los bares mercedinos la primera línea de defensa. Jóvenes entrenados simulaban embriagarse mientras olfateaban la presencia de los foráneos –por entonces enemigos– y apelaban lisa y llanamente a la paliza para lograr una expulsión efectiva y cortar de raíz cualquier atisbo de amenaza. Suipacheros y lujanenses pueden atestiguar estos hechos.

Hoy, encandilados por las luces de la globalización, nos resultan arcaicos aquellos procedimientos no tan lejanos.

Gaspar –un amigo que vive en Buenos Aires y que siempre me sigue el juego– me confiesa la contrariedad que tiene con el tema. Yo sé que me lo dice para alimentar la charla, que la contrariedad no es más que una observación simpática, pero es una invitación a transitar el camino.

— Yo ni siquiera sé qué somos –dice–, si pueblo o ciudad, si provincia o Gran Buenos Aires. No sé qué es lo que tengo que defender.

Cuando los compañeros del trabajo apelan al clásico gag que intenta ser ofensivo y nos sitúa como pueblo, aquello de que en Mercedes se anda a caballo, que no llegó internet, o que las puertas de las casas permanecen abiertas, Gaspar se posiciona de una manera y levanta la bandera de nuestra historia y ensalza la grandeza de una de las ciudades más próspera a principios del siglo pasado.

— Pero después, cuando ellos mismos se quejan del quilombo y fantasean con irse bien lejos de la locura de Capital, me veo hablándoles de la tranquilidad de mi pueblo, de la gente que matea en la vereda, de los barrios donde todos se conocen, esas cosas. Puro romanticismo.

— Todos los tips de un pueblo feliz. Una caricatura.

— Sí. Ahora que lo pienso les estoy hablando más de mi infancia que de Mercedes.

Hay una diferencia entre la representación que hacemos de un lugar y la realidad. Me pregunto si esa percepción, esa imagen internalizada, es elegida. Si de algún modo esa idea de pueblo feliz que describe más la infancia de Gaspar que la ciudad real es una expresión de deseo, un derroche de nostalgia o algo por el estilo.

Quizás solo se trata de llevar la contra.

— Vos lo hacés para llevar la contra, nomás -digo para provocarlo.

— Si, también. Puede ser.

— Aunque en realidad, hablando en serio, para saber lo que somos primero hay que tener en claro lo que no somos. No está mal ser contrera. El niño empieza a tener una imagen propia cuando se diferencia del otro, de lo que no es. Como si fuera la sobra. Se define por la negativa. Dime lo que no eres y te diré quién eres.

— Ustedes, los psicólogos, ¿estudian para complicarlo todo o les sale solito, de pura práctica? Ya cuando dijiste «niño» en vez de «nene» te pusiste en modo intelectualoide y era obvio que ibas a decir algo intrincado.

— ¿Ves? Yo sé que lo entendiste clarito, pero sos contrera y te hacés el tipo rústico y simplón que no sos.

A veces, este intento de separarse del otro, esta medianera que levantamos con el vecino, suele resultar cómica y necesaria a la vez. Gaspar, por ejemplo, no pierde ocasión de hablar mal de Luján, de remarcar que no le gusta, que se parece a una ciudad del conurbano, que es otra cosa, que nada que ver a Mercedes, como si algo de eso reivindicara su orgullo mercedino. Sin embargo, cuando tiene que ubicar su lugar de pertenencia, se muerde la lengua después de nombrar a Luján o a Buenos Aires –depende de cuán lejos se encuentre– como puntos de referencia.

A veces, este intento de separarse del otro, esta medianera que levantamos con el vecino, suele resultar cómica y necesaria a la vez. Gaspar, por ejemplo, no pierde ocasión de hablar mal de Luján, de remarcar que no le gusta, que se parece a una ciudad del conurbano, que es otra cosa, que nada que ver a Mercedes, como si algo de eso reivindicara su orgullo mercedino.

— Sí. Sos re contrera –lo incito otra vez–. Me imagino hablándoles maravillas de Mercedes a tus amigos porteños… si supieran que hace meses que no venís a visitarnos…

— Es que no me gusta Mercedes, por eso vivo en Capital.

— ¿Por qué no te gusta?

— Porque es una ciudad con mentalidad de pueblo… y no avanza. Cuando voy me aburro demasiado y me quiero volver. Y la gente… la gente es muy chusma, se mete en la vida del otro… bien de pueblo.

— Ah, entonces lo que antes te gustaba, esa vida pueblerina y rosa de tu infancia, ahora no te gusta más.

— Es lo que suele pasar. Lo que más me gusta de alguien al tiempo se transforma en lo que menos…

— ¿Y por qué lo defendés, entonces?

— Y… porque el único que puede criticar a mi familia soy yo.

Imagino la convivencia, allá por 1780, entre los blandengues radicados, los campesinos de siempre y los españoles recién llegados. Imagino los conflictos a causa de las mismas miserias, los mismos prejuicios y los mismos intereses que en cualquier época, y sin embargo, ante el embate de los indios, poniéndose espalda con espalda.

Ay, cómo odiaba cuando de chico me peleaba con mi hermano y mi viejo ponía voz de Martín Fierro y nos decía “los hermanos sean unidos, porque esa es la ley primera, tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”. Eran versos pesados como mantras. Versos solemnes, casi religiosos, incuestionables. Hoy le diría a mi viejo que no, que no siempre es así, que a veces es al revés, que lo que une a los hermanos es que afuera haya alguien que quiera devorarlos.