La calle es una foto. Las persianas metálicas de los comercios están bajas. Los bares céntricos no se distinguen de cualquier otra casa. Los semáforos alternan los colores sin sentido, le dan señales a nadie. Es sábado. Son más de las ocho de la noche y estoy volviendo a casa.
En eso, como una aparición fantasmal que irrumpe la postal, un perro cruza la calle delante de mí. No mira, no escucha el ruido del motor, no se exalta tampoco cuando hago sonar la bocina.
Piso el freno y me vuelco hacia delante. Lo miro por el parabrisas. El perro color crema -que con un baño podría volver al blanco- sigue su dirección que parece ser ninguna. Anda por inercia, deambula como esas almas que buscan desde hace tanto tiempo que ya se olvidaron qué. Me resulta conocido. Lo veo irse y retomo la marcha.
En esa cuadra hay un almacén donde ahora recuerdo haberlo visto. Se me viene la imagen del perro dentro del local pidiendo comida. La almacenera me contó que se llama “Sácate”, que es del barrio, y que lo llaman así desde el día que una nena lo quiso espantar cuando el perro le husmeaba el alfajor mientras la madre charlaba con la empleada. El enojo de la nena y la palabra que usó les causó tanta gracia que a partir de entonces lo llaman así: Sácate.
Otro día la misma chica me contó que el perro se paseaba entre la carnicería de la esquina y la panadería de la otra cuadra, que a la tardecita garroneaba la cena en el almacén y después se echaba a dormir en la alfombrita de la entrada. Los clientes, me dijo, tenían que pasarlo por encima porque Sácate ni se mosqueaba.
Avanzo unas cuadras y lo imagino a Sácate recorriendo inquieto la vereda del almacén mirando hacia adentro, tratando de adivinar algún movimiento, aguardando a que le abran y que le den la cena. Lo veo echándose en la alfombra de la entrada y esperando, antes de dormir, que los clientes intenten sacarlo.
¿Cuántos perros andarán por ahí, sin que nadie los pare en la calle, sin que le pidan el permiso para circular ni le exijan barbijo? ¿Cuántos perros serán fantasmas a partir de las 20 horas? ¿Cuántos tendrán que conformarse con romper bolsas de basura?
¿Dónde estará el perro marrón de caminar cansino que cada noche cena en la vereda de Laurino? Buscando respuestas, supongo. Ese perro aprendió en la calle los modales para causar simpatía. Se acerca despacio a la mesa y busca aprobación mediante contacto visual. Después apoya la patita en tu muslo y te mira con ojos derrotados para que le compartas. Además, no te da vuelta la cara una vez que se come el culito de la pizza, sino que se queda ahí, con la patita en el muslo como si estuviera agradeciendo, o pidiendo más.
¿Dónde estará el perro marrón de caminar cansino que cada noche cena en la vereda de Laurino? Buscando respuestas, supongo. Ese perro aprendió en la calle los modales para causar simpatía.
Hay otros que salen de tapas, como los borrachos, y que están un rato en cada bar. La perra vieja de orejas caídas, por ejemplo. Esa perra empulgada que basta con acariciarle el lomo para robarle un puñado de pelos. Esa perra que una vez, en Vinilo, arrebató una empanada y salió corriendo hacia la 26 para compartirla con un compañero de pelaje blanquinegro. Perra ingrata que no le interesa el afecto, solo la comida. Y que busca ganarse la vida a los empujones.
Quizás, en estas noches frías y vacías, los perros de ese calibre están mejor preparados que aquellos que buscan el mimo, que hociquean el antebrazo de la gente para ganarse el calor humano. Peor están, imagino, los que se perdieron recientemente, los que tienen correa, pero andan sin dueños, los que son nuevitos en el mundo de la calle y que todavía eligen qué comer, ¿cómo harán para sobrevivir? Tendrán que reinventarse como se dice ahora, cambiar de hábitos, juntarse con los más veteranos y aprender cuáles son los barrios donde la basura es más rica.
Llego a casa. Todavía es temprano para la cena, para mi cena. Sigo pensando en ellos, en los perros callejeros que salivan cada noche frente a persianas metálicas. Perros que no se contagian, que no son parte de ninguna estadística, que no los cuentan ni siquiera muertos y que viven, cada noche, el fin del mundo.