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Un acto de amor en la Escuela 8

Hubo una vez un niño que perdió a su padre siendo pequeño; estaba desconsolado y su madre no sabía cómo animarlo. Una persona amiga le dijo: ¡Consígale una paloma y déjelo jugar con ella!

La madre siguió el consejo y, cuando el niño tuvo entre sus manos ese pequeño ser, sintió una sensación nueva e inesperada. A partir de allí su vida cambió y, lo que ella pensó que sería un entretenimiento pasajero, se convirtió en una verdadera pasión.

El niño iba a una escuela que le gustaba mucho; las maestras eran muy buenas y fueron dejando en él, no solo conocimientos, sino cariño, comprensión y lecciones de vida, que atesoró durante toda su existencia.

Pasó el tiempo, el niño se hizo hombre, formó una familia, tuvo hijos, amigos y fue alguien respetado en su comunidad. La vida había cambiado pero lo que siguió siempre inalterable fue su amor por las palomas. Ya no tenía una sino muchas. Armó un palomar, aprendió a conocerlas, a cuidarlas y entrenarlas para volar.

Su vocación lo llevó a ser parte de la Asociación Colombófila de Mercedes e intervino en numerosas competencias, también quiso que otros conocieran ese hermoso deporte, que para él era un acto de amor más que un simple hobby.  Entonces comenzó un programa de radio al que tituló “Conociendo a la Paloma Mensajera”, para difundir su amor por estas aves a distintas partes del mundo.

Pasó el tiempo, el hombre envejecía, atesorando recuerdos y vivencias. Un día le dijo a uno de sus hijos –Cristian– que deseaba ir a visitar la escuela de su niñez la N° 8 “Nuestra Señora de la Merced”, para hacer una suelta de palomas para que los alumnos experimentaran lo que él había vivido la primera vez que las vio volar.

La vida tiene caminos impredecibles; el hombre no pudo cumplir ese sueño porque partió antes pero sus hijos se encargaron de hacerlo realidad.

Fue así que, el viernes 27 de septiembre cuando la siesta cubría Mercedes, en una radiante tarde de primavera, ésas de cielo límpido y sol radiante, en la Escuela N° 8 se concretó el sueño de Julio.

En el patio cubierto, el de los actos patrios, en un gran pizarrón negro poblado por palomas blancas de cartulina, se leía:

“La educación no cambia al mundo, cambia a las personas que van a cambiar al mundo” – Paulo Freire.

Poco a poco llegaron Cristian, Gabriel y Ana Clara, los hijos de Julio, sus nietos, amigos, su socio y los alumnos que ocuparon las cabeceras del patio. Todo estaba listo.

La directora –Andrea Cestari– les contó los niños…

“Hace mucho tiempo, un alumno como ustedes estudió en esta escuela, se llamaba Julio y quería mucho a sus maestras. Después de muchos años, cuando fue grande, quiso volver aquí para contarles que criaba palomas mensajeras y mostrarles cómo vuelan. Pero no pudo hacerlo, porque tuvo que irse de viaje… pero hoy, llegaron hasta aquí sus hijos para cumplir su deseo”

A continuación presentó a Cristian que leyó unas palabras para contar quién había sido su padre, desgranando recuerdos de su infancia.

En un punto de su narración, al evocar el viejo Chevrolet 400 o los Renault 12 donde la familia solía viajar, su voz se quebró, pero se repuso y terminó su relato.

Después, invitó al último socio de Julio en el palomar –José Valli– para que contara las particularidades de las palomas mensajeras. Durante un largo rato José contestó las preguntas de los niños, muy interesados en el tema.

Promediando el acto se produjo uno de los momentos más emotivos, el descubrimiento de una placa que decía:

Aquí estudió el dirigente colombófilo y comunicador radial JULIO CÉSAR FALABELLA. Siempre agradecido con sus maestras
02 – 07 – 1940 / 10 – 08 – 2024

Para finalizar, la directora de la escuela invitó a los presentes a salir a la calle. En la vereda había dos pequeños cestos de mimbre tapados. Los niños y los grandes nos ubicamos detrás de ellos y, de pronto, la magia sucedió. Se abrieron las tapas de los canastos y dos hermosas bandadas de palomas mensajeras cruzaron el aire ante los asombrados ojos de los pequeños que, maravillados, seguían el vuelo.

Ellas, orgullosas, surcaron raudas el aire y se perdieron en el límpido cielo de la tarde y, cuando creíamos que se habían marchado, otro milagro ocurrió. Agrupadas en una formación perfecta se detuvieron en el firmamento, formando una figura que saludaba, desde lo alto, a quien tanto las amó.

Fue un momento único e irrepetible. El homenaje de sus compañeras de vida, que parecieron susurrar, desde el cielo, aquel verso maravilloso que Antonio Machado escribió en su “Retrato” y con el que recordaremos, siempre, a Julio Falabella:

Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno