Nombre, apellido, dirección, síntomas y convivientes. La primera astronauta que me atiende en el hospital completa la planilla, me hace firmar, y que espere para el hisopado. Así empezaron mis días de covid.
La primera noche no puedo dormir. No es por los síntomas. Tengo muy poca fiebre y algo de dolor de espalda y de cabeza. Nada insoportable. Pero estoy habitado por bichitos tan famosos como desconocidos que me hacen sentir extraño, como si tuviera un cuerpo prestado que no responde a la orden de “dormite” que le envía mi cerebro. Pienso en el bombardeo de información de todo el año y es difícil creer que mi cuerpo, ahora, esté en el ojo de la tormenta. Tanto dato concreto y real me resulta abstracto. Como si a un niño de cinco años le explicáramos, caso por caso, cómo y porqué millones de nenes como él no comen a diario.
Pienso en el bombardeo de información de todo el año y es difícil creer que mi cuerpo, ahora, esté en el ojo de la tormenta. Tanto dato concreto y real me resulta abstracto.
Después de esperar unos minutos la primera mujer del hospital me lleva a una segunda astronauta.
Nombre, apellido, dirección, síntomas y convivientes. Instrucciones sobre cómo aislarme en casa. Días de aislamiento dentro del aislamiento. Completa la planilla, me hace firmar, y que espere. En contra de mi presunción, esa mujer no será quien me haga el hisopado.
La segunda noche es una continuación del día y de los malestares en el cuerpo. La cabeza, como una caja de supermercado, hace el balance de la jornada, de las últimas semanas, y de todo este tiempo. Cantidad de contagios diarios que suman un total de, cantidad de muertos diarios que suman un total de, un cuadro comparativo de países con líneas de diversos colores, y nuestro orgulloso sexto puesto en el ranking de muertos lamentados.
Pienso en el virus mientras el virus explora mi cuerpo. Nombre, apellido, dirección, síntomas y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento. La tercera mujer completa la planilla, me hace firmar, y finalmente me perfora hisopos en la nariz y en la boca como quien atraviesa una cebolla para conformar un brochette. “Acá se acaban los machos”, me advierte –tarde– con una sonrisa.
Pienso en el virus mientras el virus explora mi cuerpo. Nombre, apellido, dirección, síntomas y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento.
La noche siguiente ya no tengo síntomas. Pero tampoco duermo. Siento el virus en el cuerpo, o pienso que lo siento. O pienso que debería sentirlo. El bicho que cambió el mundo está paseándose dentro mío y yo como si tal cosa. El cuerpo está incómodo, tengo algunas molestias, pero no dolores. El cuerpo ya no encuentra las posiciones en las que solía reposar. El virus borró los recuerdos de las posturas más relajantes. Doy una vuelta y otra, y otra más.
Busco en la cama los rincones fríos para renovar las esperanzas, para sentir que recién me acuesto y que ahora sí voy a poder dormir. Pero no. Un perro larga un ladrido prolongado. Parece un aullido. Son las cuatro de la mañana. Pienso en lo que falta para que amanezca, para que despierten mis hijos, para que todo retome el cauce habitual sin importar lo que me pase.
«¿Marcos Tabossi?» Sí. «Es positivo», me dice la voz. Es la primera vez en mi vida que alguien me define así, pero no se refiere a mi forma de ver el mundo, claro. Entonces otra vez: dirección, síntomas, ocupación y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento. Completa la planilla, supongo, porque estamos al teléfono. Me dice que una operadora se contactará conmigo para seguir el caso. Y el caso soy yo, y mi familia.
Completa la planilla, supongo, porque estamos al teléfono. Me dice que una operadora se contactará conmigo para seguir el caso. Y el caso soy yo, y mi familia.
Llega otra vez la noche. Nunca me había pasado sufrir insomnio tantos días seguidos. Trato de tomarlo con calma. Emir, nuestro gato, golpea la ventana para que le abra y le ponga comida en su tarrito, y a los pocos minutos se sube a mí cama para pedirme salir. Lo hace dos veces cada noche. El mecanismo es conocido: se trepa a un árbol a dos metros de la ventana de mi cuarto y desde allá se lanza entre los barrotes de las rejas, y golpea la ventana con el lomo. Salvo esos momentos en los que tengo que levantarme, el resto de la noche logro mantener la calma. Al menos hasta escuchar, otra vez, el aullido del perro justo a las cuatro. Saber la hora me pone en estado de alerta y la cosa empeora. La hora es un dato suficiente para que mi cabeza empiece a trabajar haciendo cálculos, predicciones, resolviendo situaciones cotidianas, recordándome la agenda del día siguiente. Más tarde, los pájaros empiezan a cantar y se escucha el motor de un auto que parece detenido cerca de casa. Después, un gallo. Tengo los ojos cerrados y el resto de los sentidos tan agudos como un animal de caza.
Saber la hora me pone en estado de alerta y la cosa empeora. La hora es un dato suficiente para que mi cabeza empiece a trabajar haciendo cálculos, predicciones, resolviendo situaciones cotidianas, recordándome la agenda del día siguiente.
«¿Marcos Tabossi?» Sí. «Le hablo de Salud del municipio. Supongo que ya le dijeron que es positivo», me dice la voz de quien será nuestra operadora. De nuevo dirección, síntomas, ocupación y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento. Es la cuarta vez que escucho estas instrucciones.
Concluyo que el aislamiento es peor que la cárcel. En Rusia, las condenas extremas consiste en pasar una temporada en Siberia.
Sin celdas, sin rejas. El frío y la soledad congelan el tiempo y convierten al criminal en un vegetal. Mientras pienso esto la mujer dice que cualquier cosa me comunique con ella, y corta.
Hay una rutina, pienso la noche siguiente. Una rutina nocturna. Emir, por ejemplo, golpea la ventana invariablemente a las dos y a las tres y media de la madrugada. El silencio obedece hasta las cuatro. El aullido del perro es la señal que marca el pasaje de un cierto retraso en conciliar el sueño a la definición de insomnio. Es un aullido perdido, sin respuesta. Nace de la nada, en ausencia de todo estímulo. No parece que fuera un llamado, una comunicación con otros perros. No hay otros perros que respondan al aullido.
Más bien es un grito de soledad, una descarga penosa y discreta de algún perro de la calle que, sin poder hacerse dueño de los días, conquista con su voz envolvente el aire de la noche.
Después de unos minutos donde el silencio transporta el eco de ladrido, empiezan a cantar los pájaros. Primero uno, después otro, y en pocos segundos se conforma el coro. Siempre la misma melodía que viene del mismo sector, probablemente del mismo árbol. Los pájaros, entonces, despiertan a las cuatro y media. O para ser más preciso: esos pájaros que viven en los árboles de casa, despiertan cuatro y media. La mayoría duermen de pie sobre una rama del árbol. Mantener esta postura les permite camuflarse y salir volando con gran rapidez en caso de que se dé una situación de peligro. Y la situación de peligro, en casa, es Emir.
Después de unos minutos donde el silencio transporta el eco de ladrido, empiezan a cantar los pájaros. Primero uno, después otro, y en pocos segundos se conforma el coro. Siempre la misma melodía que viene del mismo sector, probablemente del mismo árbol.
A las cinco, el motor del auto, y más tarde, un gallo. Me siento un espía, alguien que escucha el mundo de la casa vecina con un vaso apoyado en la pared. Soy un espía de la noche. Anoto todo en el celular para no olvidar. La luz de la pantalla ilumina la habitación. Durante el día me preguntan si perdí las ganas de leer o de escribir. Familiares y amigos saben que ese es el termómetro que indica cuán mal estoy.
«¿Marcos Tabossi?» Sí. Una doctora contratada del municipio llama para certificar todo lo certificado. Dirección, síntomas, ocupación y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento. Ante cualquier duda que me comunique con mi operadora. Y corta.
Ya no necesito mirar la hora en el celular. Las señales nocturnas marcan el tiempo. Emir a las dos y a las tres y media. El aullido del perro que anuncia, como las campanas de una iglesia, las cuatro en punto, y los pájaros cuatro y media.
Estoy boca abajo con los ojos cerrados. Construyo las imágenes de lo que está pasando afuera en distintos tonos de gris, como si fuera un sueño. Imagino que así es como perciben la realidad los ciegos, con juegos de sombras, con contrastes entre lo claro y lo oscuro. Todo en un reinado de matices en gris.
Una doctora contratada del municipio llama para certificar todo lo certificado. Dirección, síntomas, ocupación y convivientes. Instrucciones del aislamiento dentro del aislamiento. Ante cualquier duda que me comunique con mi operadora. Y corta.
A las cinco escucho el motor del auto y a las cinco y media, el canto del gallo. El gallo canta antes de la primera luz del día. Nunca supe quién, en toda la manzana, tiene un gallo. El tipo canta para hacer prevalecer su jerarquía y su sexualidad. Que todos los animales de la granja –aunque estamos en un barrio– se sientan advertidos de su presencia.
Las noches de insomnio ya no me preocupan tanto. Conectarme con lo que pasa afuera me ayuda a no pensar en cifras de muertos y contagios. Eso evita sentirme un esquizofrénico divorciado de mi cuerpo.
El virus sigue de excursión en un terreno que le resulta ajeno. No debe encontrar ningún atractivo en acampar en mi organismo. Pasa de largo, pero antes me deja su última marca quitándome el olfato y el gusto. Eso es ser mal tipo. Quitarte el gusto es privarte de los únicos momentos del día en el que no todo es igual.